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En mayor o menor medida, toda lectura entra en la historia del lector y abre y conecta a la persona que sopesa el volumen con su pasado. Se trata, claro está, de un mecanismo de asociación y de memoria, que funciona al modo de un inacabado mapa de intertextos con otras lecturas, con experiencias vitales, con imágenes, con acontecimientos. Esta deducción, no por evidente u obvia, deja de resultarnos maravillosa cada vez que sucede. Pero la clave, que daría lugar a un texto más ambicioso y extenso, es la profundidad con que esa lectura opera al interior del sujeto. Podemos decir, así, que los libros "dialogan" con nuestro interior una vez que entran, pero la "dimensión" de esa apertura se manifiesta en el modo en que advertimos que un autor habla por nosotros o dice algo que hubiéramos querido decir.
La obra de poetas como César Bisso alimenta ese asalto de la sorpresa que, como en un movimiento de fintas, se mueve, nos toca, nos deja, nos evade. De súbito o lentamente, los versos de "De abajo mira el cielo" interpelan ese bagaje que duerme en nosotros, que se despabila a razón de la mano de un otro que lo "llama".
Por deformación profesional y manía, me gustaría entonces compartir con ustedes dos citas que vinieron a mi memoria tras leer este volumen. Una es esta: en "The Dry Salvages" (o "Los Salvajes Secos") T. S. Eliot escribe "no sé mucho de dioses/ pero creo que el río / es un fuerte dios moreno/ hosco, intratable, indómito/ paciente hasta cierto punto / al principio reconocido como frontera". La otra, muy conocida por cierto, es de William Wordsworth, quien sostenía que la poesía es "la emoción rememorada en la tranquilidad".
Creo que la obra de César puede inscribirse en un punto imaginario en que estas dos obras se intersectan: primero, la experiencia sensorial frente a la maravilla del paisaje, con el río como epicentro, incluso con el río como una divinidad; segundo, la alusión posterior a esa percepción: el impacto por el espectáculo de la naturaleza que entra en el cuerpo y se procesa. Después, y esto es importante, el poeta puede escribir. César lo dice así: "Miro el río. Estremece no saber lo que da". "Pregunto a la isla quién es tu dios".
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Creo entender que en toda obra poética operan, al menos, dos instancias: el del hallazgo, el instante iniciático, en que el autor "ve" (un fenómeno, unas correspondencias, una imagen, una alegoría, una analogía); y el de la escritura propiamente dicha, la instancia en la cual el sujeto que percibe esos fenómenos "hace algo con ello", le da una forma. César lo escribe así: "El ojo usurpa restos del alba". "Escribo con el agua sobre la piedra violácea del sueño". "Hay tanto cielo que duele estar abajo". "Es la soledad/ otra isla penitente/ adentro de mí". "¿Muere todo esto si niego la mirada?"
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Podríamos presuponer también la existencia de un tercer tiempo, y en rigor de cuántos tiempos quisiéramos, ya que el pensamiento no está fijado a un dogma y que la imaginación no tiene límites. Ese tercer tiempo podría aludir al trabajo ejecutado a posteriori, es decir, a la necesidad del poeta de asumir las leyes de la síntesis y la construcción de una imagen de la poesía, en tanto, como el trabajo de un escultor que aborda una mole de concreto, el autor se dedica a "quitar" lo sobrante, a acotar, a reducir, a establecer la máxima pregnancia en la mínima extensión. La limpieza de la expresión: pienso que los casos de Hugo Mujica y de Alejandra Pizarnik podrían servir como ejemplos del mucho decir con pocas palabras.
César escribe: "El río es otro sol que alumbra desde abajo". "Airecito costero/ descorre la frontera/ dentro de mí/ abisma la noche/ allá arriba/ como un dios de piel morena/ encogido en la canoa / el viejo centinela conoce/ la potencia del viento sur". "Y mis ojos de niño/ que miran desde adentro/ no saben remar el desamparo". "Después regresa al oficio de tallar en el agua".
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En uno de los estudios que incluye el volumen, Roberto Retamoso escribe que "su eterna presencia (la del río) antecede tanto como modela la mirada". El trabajo del poeta, creo, también se asemeja al del explorador o del nómada, que ingresa en tierra incógnita, al modo de quien descubre un nuevo mundo. Como diría Oscar Wilde: "Sólo quise conocer el otro lado del jardín"; o como el verso de Alejandra Pizarnik: "el poeta es el depositario de lo vedado".
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Podríamos decir que los versos de César funcionan como una especie de invitación del autor a mirar con él: el paisaje, la isla, el río, por supuesto, pero no como mera práctica de la descripción o a propósito de la irrupción de lo natural, sino como un modo de pensar y sentir las cosas de la existencia a partir de ese estímulo visual, sonoro, táctil.
Esa invitación a ver funciona, creo, como una suerte de contexto o de escenario que invita a lector a compartir una perplejidad posible: la contemplación del territorio.
Creo que el destino del poeta también es abrir un lugar desde donde ver las cosas. El autor que ve y abre una grieta por donde mirar, acompañado o abrazo a su lector. Como el verso de Leonard Cohen: "hay una grieta en todas las cosas; ahí es por donde entra la luz".
El artista es asaltado por un arrebato, un shock perceptivo, una intuición creadora, un golpe de vista. Traducir eso es una tarea no menor. Así lo escribe César: "Qué es lo que lo asalta/ La naturaleza observada el silencio la calma / La naturaleza que entra en el poeta / Y lo anima a decirla".
(*) Publicado por Universidad Nacional del Litoral, año 2019.
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