Por Rogelio Alaniz
Rogelio Alaniz
Se lo conoció como Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP), su radio de acción fue el norte de Salta, su consigna, “Revolución o muerte”, su jefe se llamó Jorge Masetti, el comandante segundo, una denominación que para algunos evocaba a Segundo Sombra y para otros aludía a un cargo militar un grado por debajo del comandante primero, el rol que se le adjudicaba a Ernesto Guevara, quien no estará presente físicamente en Salta, pero cuatro años más tarde hará en Bolivia exactamente lo mismo que había fracasado de manera estruendosa en Salta.
Fue la primera experiencia guerrillera en la Argentina, nacida al influjo de la revolución cubana y sus principales protagonistas fueron argentinos entrenados militarmente en Cuba y revolucionarios cubanos, algunos de ellos funcionarios de confianza de Fidel y el Che. Su consigna era “hacer de los Andes la Sierra Maestra de América Latina”, un deseo que se supuso podía lograrse disponiendo de una subjetividad revolucionaria capaz de superar los límites que podían oponer las llamadas condiciones objetivas, un debate teórico que entusiasmará durante toda la década del sesenta a la izquierda latinoamericana, aunque finalmente serán las llamadas condiciones objetivas las que resolverán este dilema, no a favor de la revolución, sino a favor de la victoria del detestable capitalismo.
Ninguna experiencia revolucionaria se lleva a cabo sin una previa teoría que la justifique. En el caso que nos ocupa se supuso que un grupo de hombres decididos a jugarse la vida por la revolución, era el punto de partida indispensable para hacer posible el sueño revolucionario. La revolución cubana se manifestó como la épica de una revolución, de la que sus entusiastas seguidores, según historiadores modernos, tomarán sus aspectos legendarios, sus excesos y su excepcionalidad.
El Che, pero no sólo él, consideraba que -para sobrevivir en Cuba- la revolución debía extenderse hacia América Latina, un deseo que en su momento alentaron los revolucionarios rusos, ya que una de las constantes de las revoluciones de la modernidad pareciera ser esa vocación de universalizarse. Pero en el caso de Guevara, la revolución no sólo debía extenderse sino que debía hacerlo a través de los diversos focos guerrilleros que se abrirían a lo largo y ancho de América Latina, focos inspirados en la consigna de asediar al imperialismo yanqui creando “dos, tres, Vietnam”.
En otro registro, habría que señalar que, en el caso de Fidel Castro, la estrategia de alentar guerrillas operaba como una sanción a países que habían enfrentado a la revolución o contribuido a la expulsión de Cuba de los organismos internacionales. Al respecto, no deja de llamar la atención que el único país que no fue asolado por una guerrilla pro cubana fue México, cuya diplomacia fue solidaria con la revolución o, por lo menos, nunca la condenó.
Según la lectura guevarista, el foco guerrillero debía constituirse en zonas rurales y en regiones donde supuestamente se manifestaba el llamado “eslabón débil” de la dominación imperialista. Se supuso, por lo tanto, que el norte de la Argentina y ciertas zonas de Bolivia podían ser el punto de partida de una escalada revolucionaria que, además de la cordillera de los Andes, incluía a las sierras de Córdoba.
Objeciones tales como que en la Argentina a partir de 1963 gobernaba Arturo Illia, o que el país atravesaba por un ciclo capitalista de expansión, no afectaron en lo más mínimo sus sólidas certezas, esa ciega y devota confianza en la victoria final, una fe que pertenecía más al universo de los caballeros medievales que a la práctica descarnadamente realista del leninismo.
A los historiadores siempre se les aconseja no perder de vista el contexto cultural y político de la época para no juzgar con las certezas del presente los errores o aciertos de una generación que alentaba ilusiones que en su momento parecían ser muy consistentes. La objeción es válida, siempre y cuando se sepa no sólo que los historiadores algún tipo de evaluación siempre hacen, sino que al momento de constituirse estas experiencias guerrilleras hubo desde el campo intelectual y político serias objeciones a lo que se consideraba un proyecto que en el más suave de los casos condujo al fracaso y a la muerte de muchos, cuando no alentó la irrupción de dictaduras militares o fortaleció a las que ya estaban instaladas.
El hecho de que la Argentina fuera en los años sesenta un país capitalista que ya había realizado el pasaje de una sociedad rural a otra urbana, o que ese capitalismo estuviera atravesando por uno de los ciclos más favorables o, por último, que el presidente de la Nación fuera Illia, eran detalles que en nada afectaban las certezas emocionales de los nuevos guerreros.
En todo caso, estos “obstáculos” que presentaba la realidad se resolverían por vía discursiva sin afectar en lo más mínimo lo que era una desbordante pasión subjetiva: dar la vida por la revolución. En julio de 1963, el EGP envió una carta abierta a Illia, en la cual luego de considerarlo un hombre honrado y digno, le decía lo siguiente: “Es usted producto del más escandaloso fraude electoral en toda la historia del país... renuncie”. La proscripción del peronismo en los comicios de ese año, fue el argumento que autorizó a Masetti para realizar semejante imputación, pero en el caso que nos ocupa, no eran los escrúpulos democráticos o institucionales los que desvelaban a Masetti, en todo caso esas eran “excusas” que permitían continuar los planes guerrilleros con la conciencia revolucionaria en paz. Algo parecido hizo dicho sea de paso, el ERP diez años después, cuando Cámpora asumió el poder. Colocado ante la alternativa de continuar la guerra revolucionaria contra un gobierno elegido por la voluntad popular, su consigna fue la de no combatir a Cámpora, pero si al ejército burgués e imperialista, una suerte de gambito retórico en el que la invocación de una democracia republicana, en la que por formación intelectual nunca creyeron, no fue más que una coartada para continuar con lo que ya estaba definido de antemano: la guerra revolucionaria al imperialismo y sus gobiernos cómplices. No muy diferente fue el esquema de Gorriarán Merlo, de atacar un cuartel para defender a la democracia, porque en todos los casos lo que se impone es la pulsión militarista.
El otro debate abierto en el interior de la izquierda fue el de la viabilidad de una estrategia que colocaba en la subjetividad armada la clave del desenlace revolucionario. El principal objetor de esa estrategia en aquellos años fue el Partido Comunista, que nunca vaciló en calificar a esos focos de aventureros, cuando no de provocadores cuyo accionar favorecía objetivamente a la derecha.
Más allá de la autoridad moral de Codovilla para realizar ese tipo de imputaciones, objeción que dio lugar a que en su momento se dijera que era preferible equivocarse con el Che que tener razón con Codovilla, lo cierto es que la objeción comunista estaba más conectada con la realidad que la imaginación febril de quienes habían descubierto la revolución a la vuelta de la esquina. Pero no sólo los comunistas impugnaban a la guerrilla en aquellos años. También lo hizo la mayoría de las fracciones troskistas y los flamantes retoños del maoísmo, quienes no vacilaron en calificar a esas guerrillas como la expresión clásica de “terrorismo pequeño burgués”.
Ninguno de estos debates impidió que a mediados de 1963 el foco guerrillero se instalara a pocos kilómetros de la localidad salteña de Orán. Desde una perspectiva contemporánea no deja de llamar la atención la injerencia del Estado cubano, injerencia que se manifestó en cuantiosos aportes económicos, abundante provisión de armas y presencia efectiva de oficiales cubanos. En los años sesenta, y al calor del clima político de la época, a esta abierta intromisión en los asuntos internos de un país se lo llamaba internacionalismo revolucionario.
(Continuará)
Desde una perspectiva contemporánea no deja de llamar la atención la injerencia del Estado cubano, injerencia que se manifestó en cuantiosos aportes económicos, abundante provisión de armas y presencia efectiva de oficiales cubanos.