Dicen que hay magia en el bosque. No todos creen en ella o pueden sentirla, pero hay algo inexplicable fluyendo entre los cipreses y los coihues, latiendo secretamente en la tierra que germina y florece, algo misterioso vibrando en el lenguaje de los pájaros que llena el espíritu de una emoción reconfortante, como si tuvieras burbujitas en el pecho… un sentimiento de bienestar que renueva la fe en el milagro.
Un 21 de diciembre, el verano despertaba con fecunda alegría en los frutales y en las plantas que estallaban de aromas y colores, y yo recibía, anticipando la Nochebuena, la bendición más linda y más santa. Me enteré que estaba embarazada. Mi compañero me había pedido que donáramos sangre para un muchacho que estaba internado en grave estado con leucemia. Le expliqué que quizás no podía. Quería aguardar un poco más porque temía otra desilusión. La incertidumbre me carcomía y en ese momento tenía la excusa que necesitaba para animarme a hacer el test. Leí las instrucciones veinte veces para no equivocarme y cuando dio positivo me embargó una emoción maravillosa que me llenó los ojos de lágrimas. Fue uno de esos instantes de felicidad que uno comprende conscientemente y lo saborea despacio y con dulzura.
Pasó el tiempo, tuve una hija hermosa como una flor silvestre. Su frescura, su inocencia y su gracia me sorprenden cada día. Con ella preparamos las diferentes celebraciones y en especial las de diciembre. Aunque hay muchos pinos cercanos a la casa, en esta oportunidad, nosotras elegimos un radal un poco deteriorado, para adornar. Le pusimos estrellas, corazones, peces, guirnaldas y luces que encendieran su belleza decaída. Allí, escondidos entre las hojas, dejaríamos los deseos.
Entusiasmada, una tarde, mi pequeña, buscó lápiz y papel y se dispuso a redactar un mensaje. Anotó la fecha, la dirección y el número de árbol para que entre tanta vegetación no hubiera confusiones. Y después preguntó:
- ¿A quién le tengo que pedir los regalos? ¿A Papá Noel o al Niño Dios?
Su papá le dijo que era lo mismo, pero llegué justo a tiempo para aclarar que el señor gordo con barba, vestido de rojo pertenece a una leyenda nórdica, y no tiene que ver con lo que verdaderamente recordamos en esta fecha, que es el nacimiento de Jesús. Me quedé pensando en cómo la globalización y hegemonización cultural van avasallando incluso nuestras creencias más profundas, como todo se va mezclando y vamos perdiendo la esencia de lo atávico. Definitivamente no iba a contribuir con la famosa marca de gaseosa que instala este personaje, sin dudas, simpático y amable, y borra de un plumazo el pesebre de Belén.
Una vez superado el dilema del encabezado, ella terminó sus peticiones: un obsequio para toda la familia y una caja de chocolates. Firmó, hizo un dibujo divertido y colocó la carta en la rama más alta que pudo. Yo también, volví a ser un poco niña, y dejé una nota con esos anhelos que guardo en el alma. Después regresé a la cocina para terminar un dulce de cerezas que es una delicia, mientras el sol se marchaba bostezando entre los cerros.
Atardecía y con nostalgia evocaba las fiestas de la infancia, las cosas ricas que preparaba mi abuela, los juegos y la ansiedad de la espera hasta la medianoche con mis hermanas, las estrellitas de bengala que nos traía el abuelo… Miré al cielo, templado de tonos rosas y grises y rogué, en silencio, que en esta Navidad renazcan las ilusiones perdidas y sigamos teniendo valor para continuar luchando por esos sueños que a veces parecen alejarse pero dan sentido a la vida.
Debo confesar que en ocasiones me abruma esa sensación de que el mundo está decadente, que la indiferencia le gana a la pasión, que se diluyen los valores, las bondades, el amor… y sin embargo todavía tengo esperanza. Dios… escucha.