Por Daniel Altare (*)
Por Daniel Altare (*)
En el comienzo del Evangelio de San Juan, la Biblia dice: "En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios. Todas las cosas por Él fueron hechas, y sin Él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho… Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad". Juan 1:1-3 y 14.
Para analizar el misterio de la Encarnación debemos tener en cuenta con toda claridad las siete posiciones de Cristo. Primero su Preexistencia; segundo su Encarnación; tercero su vida pública y ministerio; cuarto su sacrificio y muerte en la cruz; quinto su resurrección y ascensión; sexto su actual intercesión por todos los creyentes delante de Dios; y séptimo su retorno a la tierra y su Reino.
Al observar cada una de estas posiciones, encontramos la importancia de su preexistencia. El verbo que es Jesucristo. La palabra viviente coexistió con el Padre desde la eternidad pasada.
Antes de que el primer aletear de un ángel irrumpiera en el espacio virgen de la eternidad; de que se entonara el primer "aleluya"; de que los cuatro seres vivientes rodearan el trono de Dios; de que se fundara el universo con todas sus galaxias y con todos sus sistemas solares; de que la tierra fuera creada; de que el planeta colapsara dejando atrás la prehistoria y sumergiendo en las profundidades los restos orgánicos de la fauna y la flora existentes, formándose así el petróleo, Él ya coexistía con Dios.
Previo a que el plan supremo de la salvación de la raza humana caída se planificara en la eternidad pasada, Dios decidió enviar a Su Hijo para que irrumpiera en la historia de la humanidad, tomando forma humana, haciéndose carne y morir como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.
Por eso celebramos otra vez en esta Navidad el misterio de la Encarnación. Porque según dice San Juan en el capítulo 3:16: "Fue tan grande el amor de Dios para con los seres humanos, que envió a Su Hijo al mundo, para que todo aquel que en Él crea no se pierda, sino que tenga vida eterna". Por lo tanto, el paso de la primera posición de Cristo, que fue Su Preexistencia, a la segunda posición, que fue Su Encarnación, está rodeado de un misterio muy especial: la anunciación del ángel Gabriel a María marcó el inicio… Le explicó cómo sucedería, cuál sería el nombre y cómo el Espíritu Santo vendría sobre ella, de manera tal que el embarazo sería sin voluntad de varón. Así, pues, sería llamado hijo de Dios por parte de Padre y un perfecto ser humano por parte de madre. Ella consintió diciendo: "Hágase con tu sierva conforme has dicho" y el niño nacido sería llamado Hijo del Altísimo.
La Virgen María había comprendido su misión y el saludo del ángel, diciéndole que sería bendita entre todas las mujeres. El que no comprendió fue José, quien pensó en dejarla secretamente para no difamarla, ya que ellos estaban comprometidos para unirse en casamiento aunque aún no convivían. Pero un ángel le reveló en sueños lo que sucedería y que no dudara en recibirla en su casa como esposa, revelándole el nombre que debía darle al niño: Jesús, que significa "Salvador". No hubo intimidad hasta después del nacimiento.
Transcurrieron los meses. Se acercaba el tiempo del alumbramiento y la escena se produjo en Belén de Judea, como estaba profetizado por Miqueas. Ellos iniciaron un viaje desde Nazaret hasta Belén para cumplir con un trámite dictaminado por el emperador: que todos los habitantes del imperio fueran reempadronados en el lugar de origen de su familia.
Cuando llegaron al atardecer, buscaron alojamiento pero no encontraron. Por una cuestión humanitaria, el dueño del mesón les asignó un sitio en el pesebre de los animales. Esa noche se consumó el misterio de la Encarnación: cuando Jesús nació y María fue atendida por su esposo, que cortó el cordón umbilical. Al ver a la radiante criatura, se asombraron en gran manera.
Simultáneamente -según relata el Evangelio de Lucas-, los pastores fueron los receptores de una visión y de un glorioso mensaje. Repentinamente, la gloria del Señor los rodeó de resplandor. Tuvieron gran temor y vieron la majestuosa figura de un ángel que pregonó: "No tengan miedo, porque les traigo una buena noticia, que será motivo de gran alegría para todos: hoy les ha nacido en el pueblo de David un salvador, que es el Mesías, el Señor. Como señal, encontrarán al niño envuelto en pañales, acostado en un pesebre".
Seguidamente, apareció una multitud de huestes celestiales que alababan y decían: "¡Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz y buena voluntad para con los hombres!". Cuando volvió el silencio y la oscuridad de la noche, los pastores se dijeron unos a otros: "¡Vayamos a Belén! Veamos esto que ha sucedido y que el Señor nos anunció". Fueron apresuradamente, y hallaron a María, a José y al niño acostado en el pesebre. Contaron lo que se les había dicho y todos se maravillaron. Después regresaron a cuidar a sus rebaños, glorificando y adorando a Dios por todas las cosas que habían oído y visto.
La tercera posición de Cristo, al llegar a la edad de 30 años, fue su ministerio de evangelización. Juan el Bautista lo presentó en el río Jordán y en solo tres años revolucionó la historia de la humanidad, con sus viajes incesantes por los montes, valles, orillas del mar, enseñando con sus parábolas y predicando: "Mis palabras son Espíritu y son vida. Los cielos y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán". No solo fueron sus discursos sino sus portentosos milagros los que justifican su encarnación, y que está relatado en los cuatro evangelios.
El momento culminante de la razón de su encarnación fue su sacrificio y muerte en la cruz, la cuarta posición. Para eso había venido y dijo: "Yo pongo mi vida nadie me la quita, yo la pongo y yo la volveré a tomar". Y fue así como el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo, murió en la cruz, cargando con los pecados de todos los que en Él creen.
En esos momentos pronunció siete frases de la cruz: "Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen". En respuesta al delincuente que estaba colgado a su derecha: "De cierto, de cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso". Mirando a su madre María y a su discípulo amado Juan, que la contenía abrazándola manifestó: "Mujer, he ahí tu hijo", "He ahí tu madre".
En la oscuridad y temblor, se dirigió al Padre: "Dios mío, ¿por qué me has desamparado?". Estando deshidratado dijo: "Tengo sed". Luego, gritó a gran voz: "Consumado es", que significa que la cuenta por los pecados estaba saldada; la justicia de Dios había sido satisfecha. Por último exclamó: "Padre en tus manos encomiendo mi Espíritu". Si Él no habría encarnado, jamás hubiera podido ofrecer el sacrificio por los pecados, ni tendríamos la gracia de recordarlo participando de la Santa Cena, con su cuerpo y sangre a través del pan y del vino.
La quinta posición fue su gloriosa resurrección y posterior ascensión. La sexta posición es la actual: intercediendo por los suyos. Él dijo: "Pidan al Padre en mi nombre y yo lo haré". Y la séptima posición del Cristo encarnado está en el futuro, cuando Él retorne a la tierra para reinar por mil años en el planeta y luego por toda la eternidad.
Por lo tanto, celebremos esta Navidad conscientes del misterio de la Encarnación: aceptando y creyendo que Jesús no solo nació de la Virgen María, sino que murió por nosotros en la cruz; confesémosle nuestros pecados y recibámoslo como el único y suficiente salvador por la fe.
Seamos absueltos, perdonados, obteniendo una vida de fe que comienza aquí en la tierra y que se prolongará en el más allá, en la vida eterna. Esto es para todos los que invoquen, en cualquier parte del mundo, el nombre de Jesucristo como Señor de ellos, pertenecientes a la iglesia de Dios. En esta Nochebuena, sugiero tener un momento de recogimiento, silencio y adoración, con una oración en familia, agradeciendo y pidiendo la protección de Dios para todos.
(*) Pastor de la Iglesia Evangélica Brazos Abiertos.