Elecciones en Uruguay este fin de semana. Los candidatos con posibilidades son los del Frente Amplio y los de una coalición liderada por el Partido Blanco. Dicen que el Frente Amplio gana por una pequeña diferencia, lo que daría lugar a una segunda vuelta. Más allá de los resultados, lo que los argentinos miramos con un toque de envidia y nostalgia es la conducta cívica de la clase política uruguaya. Marca registrada de los vecinos desde por lo menos los tiempos de José Batlle y Ordóñez. Los argentinos tenemos buenas razones para "envidiar" a la clase dirigente uruguaya cuyos modales políticos parecieran salidos de un prolijo manual de instrucción cívica. Un amigo "gorila" me explicó esta diferencia con pocas palabras: "Allá no hay peronismo ni peronistas". Esto quiere decir que no hay mafia sindical, ni caciques políticos de tierra adentro estilo Gildo Insfrán, o políticos desvergonzados y corruptos estilo Sergio Massa, Alberto o Cristina Fernández. Exagerada o no, la apreciación de mi amigo merece alguna mínima reflexión. No adelanto respuestas, pero desde ya anticipo a mis amigos "gorilas" que el peronismo posee una vitalidad histórica notable y que reserven para sus fantasías o alucinaciones pensar que pueda existir una argentina sin peronismo.
Volviendo a Uruguay, es habitual escuchar a más de un argentino alentar la ilusión de cruzar el río e irse a vivir y disfrutar de la bonhomía oriental. Las estadísticas dicen que más de 30.000 argentinos lo han hecho, una cifra pequeña si se quiere, pero que representa casi el uno por ciento de la población. Todo muy lindo, pero si Uruguay fuera tan bonito, habría que explicar previamente por qué casi 130.000 uruguayos han decidido vivir en nuestros pagos. Estos pasajes de un lado al otro se explican por diversas causas y porque en general las relaciones entre ambos países han sido civilizadas, aunque los uruguayos no olvidan el agravio, la ofensa que el gobierno de Néstor Kirchner perpetró con motivos de la habilitación del gobierno de Tabaré Vázquez de las plantas de celulosa. Realmente, mostramos la hilacha y de la peor manera. Por ofensas parecidas otros países hubieran sido capaces hasta de amenazar con la guerra. Lo peor de la Argentina, el nacionalismo más ramplón, la prepotencia más ofensiva, la mezquindad de miras más escandalosa, los hábitos demagógicos más miserables emergieron durante esa temporada. Le debemos a la prudencia, la sabiduría y hasta el escepticismo de la clase política uruguaya que el conflicto no haya crecido más allá de todo retorno.
Yo los he visto en una oficina parlamentaria reunidos a Jorge Batlle, Pepe Mujica, Tabaré Vázquez, Luis Alberto Lacalle y Julio María Sanguinetti, comentando, así como al pasar, las peripecias de las "celulosas". Y yo sentí vergüenza ajena, contemplando las expresiones irónicas, burlonas y hasta resignadas de sus rostros al referirse al mamarracho de la diplomacia argentina de aquellos años. Yo también escuché a un uruguayo decir que "la culpa de todo la tienen los porteños", porque ya se sabe que en Uruguay como en la mayoría de los países de América Latina todo lo que sale mal de la Argentina es responsabilidad de los porteños. Y al respecto nada se agrega con decir que con el conflicto de las celulosas el que se montó en la más cruda y vulgar demagogia fue un presidente proveniente de Santa Cruz que, por supuesto, no dijo una palabra respecto de la conducta de un gobernador peronista decidido a habilitar que las pasteras se instalen en su provincia, decisión que no se cumplió porque los gerentes no aceptaron el porcentaje de coima que el "compañero" pretendía cobrarles, motivo por el cual se trasladaron a la otra orilla y entonces los políticos peronistas descubrieron que las pasteras contaminaban.
Nobleza obliga, fue un presidente uruguayo, tal vez el último presidente colorado, el que refiriéndose a los argentinos dijo, sin ninguna clase de vacilaciones, que éramos "una manga de ladrones, del primero al último". Más allá de que muchos argentinos estuvimos dispuestos a reconocer en el fondo de nuestros corazones que algo de razón tenía Jorge Batlle (de él se trata), lo cierto es que las reglas de la diplomacia, que no son más que las reglas de juego entre países civilizados, no habilitan ese tipo de expresiones y mucho menos esas generalizaciones absolutas. Se sabe que un par de semanas después el señor Batlle pidió disculpas y el entonces presidente Eduardo Duhalde se las aceptó con cara de circunstancias, entre otras cosas porque en materia de corrupción Duhalde sabía todo lo que se necesita saber en estos casos, incluso los modos y las formas de pedir disculpas y de aceptar esas disculpas. Nobleza obliga: los argentinos le debemos a los uruguayos saber que cuando en horas desgraciadas para la patria fuimos perseguidos por las tiranías y automatismos de turno, en Uruguay podíamos contar con un territorio donde exiliarse, porque en ese país ese principio se defendió siempre, aunque a la inversa, cuando políticos uruguayos optaron por refugiarse en la Argentina durante la dictadura de Juan María Bordaberry, la respuesta fue la persecución y la muerte. Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz fueron asesinados por los sicarios de la dictadura y el Operativo Cóndor. De nada valieron las intervenciones del papa Pablo VI y de políticos uruguayos invocando el principio sagrado del exilio. Esos temas a personajes como Jorge Videla o Emilio Massera le resultaban ajenos o extraños. Wilson Ferreira Aldunate, dirigente del Partido Blanco y uno de los políticos más dignos de la región, le escribió una carta a Videla cuyos párrafos finales merecen citarse porque son una lección de virtud, humanismo, coraje civil y profecía política: "General Videla: cuando llegue la hora de su exilio, que llegará, no lo dude, si busca refugiarse en Uruguay, un Uruguay cuyo destino estará en manos de su propio pueblo, LO RECIBIREMOS SIN CORDIALIDAD NI AFECTO, pero le otorgamos la protección que usted no le dio a aquellos cuya muerte estamos llorando".
Se dice que este domingo compiten en las urnas la izquierda contra la derecha. La izquierda, con Yamandú Orsi; la derecha, con Álvaro Delgado. El matiz que importa distinguir en estos casos es que en Uruguay la izquierda y la derecha están corridas hacia el centro, es decir, son moderadas. Tienen diferencias y no las disimulan, pero las resuelven con estilo uruguayo, sin insultos, sin agravios, sin descalificaciones ofensivas. Esas virtudes los argentinos las hemos perdido. Y digo que las hemos perdido, porque alguna vez las ejercimos. Recuerdo un político conservador de fines del siglo XIX cuando le dijo a un oponente: "Me voy a permitir no ser tan enfático como usted en este tema". Bernardo de Irigoyen se llamaba. Atacado personalmente por un adversario, Arturo Frondizi respondió: "Desde que me inicié en la política me impuse el principio de discutir ideas y no conductas personales". Arturo Illia dijo alguna vez: "Un país está en serios problemas si a su presidente se le ocurre decir lo que se le da la gana". Tal vez la expresión más noble de ese estilo político salido de los salones de Versalles, o de Viena, la reflejó Alfredo Palacios con motivo de la muerte del ex dictador José Félix Uriburu. Fue en el Congreso, ante sus colegas parlamentarios y sus seguidores instalados en la barra, quienes tal vez esperaban que don Alfredo se derramara en insultos contra el hombre que no solo lo había perseguido, sino que dispuso del triste honor de ser el general que inauguró por medio siglo la era del militarismo autoritario y criminal en la Argentina. Allí, sin embargo, Palacios se puso de pie y dijo palabras que cito casi textualmente para que se aprecie cómo actúa un político civilizado y humanista: "Lo he combatido en momentos en que él tenía en sus manos la plenitud del poder y los resortes innumerables de la fuerza, mientras que yo no tenía en mi amparo resguardo de ningún género. Lo he combatido por simple lealtad a mis convicciones y principios y en defensa de los ideales colectivos y del porvenir de la Nación, tales como yo los interpretaba. Pero cuando se abre su sepulcro (...), cuando el adversario va a comparecer ante el perenne y severo tribunal de la historia que preside los tiempos, yo depongo mis armas de combate y le rindo el homenaje que los guerreros de las leyendas homéricas otorgaban al enemigo que había mostrado su valor en la batalla". Palabras. Palabras que seguramente para un político como Javier Milei solo las puede pronunciar "una inmunda rata socialista".
Dejanos tu comentario
Los comentarios realizados son de exclusiva responsabilidad de sus autores y las consecuencias derivadas de ellos pueden ser pasibles de las sanciones legales que correspondan. Evitar comentarios ofensivos o que no respondan al tema abordado en la información.