Domingo 11.12.2022
/Última actualización 18:12
Hace tiempo que deje de intentar comprender los misterios masculinos y me acostumbré a la soledad, a los amaneceres sin abrazos, con los cantos revoltosos de los pájaros, a las brisas recitando el porvenir estampado en las nervaduras de las hojas y a los susurros del río claro suspirando por las piedras y los peces. Suelo levantarme temprano y mientras tomo unos mates reviso las noticias y algunos poemas que voy hallando en páginas de literatura. Después riego las plantas, cuido la huerta y alimento a los animales. La rutina prosigue con varias horas de trabajo, en un sector del comedor donde tengo la maquina de coser y varias cajas con telas de texturas diversas y retazos.
Fabrico vestidos sencillos y coloridos. Tres veces por semana, arranco mi Renault 12 azul, que está un poco destartalado, pero anda, y voy a la feria artesanal. Aprovecho las salidas para hacer algunas compras y en seguida regreso a casa con mis perros, gatos y gallinas. Todos tienen nombres extravagantes, incluso las aves de corral, que cuando finalizan su ciclo de producción de huevos, se terminan muriendo de viejas porque no me las puedo comer.
En esta época templada de primavera, los atardeceres son tan lindos que cuando se hacen buenas ventas, vamos con mi amiga Brenda a tomar una pinta y charlamos de banalidades. En una de esas reuniones, en el bar frente a la plaza donde el cerro embellece el borde oriental del pueblo, ella me comentó de ese escritor que le encantaba. Me anotó en un papelito cómo buscarlo y me dijo enfática: "¡No te lo pierdas!". Me acuerdo que sonreí, quizás más por la espuma de la cerveza que ya se había colado en los insterticios de mis sensaciones que por la recomendación en sí.
Una mañana me desperté con la dicha germinando en los ojos. Soy una mujer madura, pero aun conservo algo de ese destello fresco que me da cierto tinte juvenil. Acomodé mi pelo largo con los dedos y el espejo me devolvió una imagen amena. Me cambié rápido, y salí para apreciar las margaritas, los pañiles, y las retamas que comenzaban a poblar el jardín. Me senté en un viejo tronco. Mis pensamientos se estiraban al calor el sol y con el anhelo de perfeccionar ese momento impregnado de delicadezas naturales, me dejé cautivar por las palabras de aquel autor sugerido, que encendían la pantalla del teléfono y también algún recoveco interior.
Así empezó aquel ritual cotidiano y lentamente me fui sumergiendo en un mundo ajeno, conmovedor, lejano. La sensibilidad se fue pegando a mis pestañas hasta resquebrajar los cristales de la indiferencia. En el trasfondo de aquella mirada de la vida que me llegaba a través de los giros estéticos, había matices de un desierto indefinido y la tristeza era una sombra peregrina que se arrimaba a los vórtices de luz. Primero comenté un texto, y luego otro, y para mi sorpresa, él respondía amable e interesado. El diálogo se volvió habitual. Y creo que solo al reconocerme dentro de unos versos adiviné que me estaba enamorando.
Mis latidos tenían un rebotar grato debajo de la piel y una leve alegría no lograba abandonar la comisura de mis labios. A él parecía sucederle también algo especial, pero diferente. Me anunciaba una atracción que lo embargaba de urgencias y confusiones y mientras el deseo de los cuerpos lo consumía, a mi me esperanzaba la pasión de las almas. Me propuso un encuentro. Atinó a inventar excusas para un viaje. Expuso la necesidad de palpar las ansias, de sucumbir a la sed de esas caricias que intuía de agua y fuego. Me negué a todo. No por miedo o cobardía, sino por saber que simplemente las ilusiones marchitas del querer no se podían resucitar en mí. El fracaso me había marcado a fondo y había cosas en las que ya no podía confiar.
Pasaron unos meses… las flores mustias de los árboles anunciaron los arrebatos de la fruta. Tuve prisas en asegurar un buen ahorro de dinero para afrontar el frío y las lluvias del invierno. Además guardé en un profundo silencio mis emociones frente a un cariño demasiado ideal. ¿Cómo iba a explicar que no me enamoro de los hombres, porque lastiman demasiado? ¿Era posible comprender mi desapego a la carne y el afecto al espíritu del poeta?
- "Sos complicada, m'hijita…" hubiera dicho mi abuela, con toda razón.
Estábamos en frecuencias divergentes y en ese desacuerdo de las voces y los llamados de la esencia nos fuimos disipando poco a poco. Dejé de comunicarme con él. Pero aún continúo descifrando las vetas ocultas en sus letras más intimas. En ocasiones creo vislumbrar un indicio de nostalgia por esos besos que no nos dimos, por ese amor, que por empeños del destino, quedó desarticulado en facetas discordantes. Me duele ser la musa de sus penas, aunque aquel romance de fantasía me endulzó para siempre el corazón.
Hoy, mientras cosía las últimas puntadas de una prenda, recibí un mensaje. De inmediato tuve un presentimiento, como un remolino que subía por mi pecho y se ahogaba en la garganta. Dejé a un lado el trabajo y con la incertidumbre que me pinchaba como un alfiler, me fijé de qué se trataba. El "No te olvido" se imprimía en el fulgor de mis retinas. Un estremecimiento activó mis pulsaciones y amagó una sonrisa en mi cara. "Yo tampoco", murmuré con ternura. Y apagué el celular.