Por Jorge Bello
Cuando recomiencen las clases, las escuelas necesitarán más espacio exterior y más corrientes de aire, puesto que el contagio es mucho menos probable en un lugar ventilado que en uno cerrado.
Por Jorge Bello
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Esta pandemia nos hace descubrir, o redescubrir, una verdad que tal vez teníamos olvidada. Somos vulnerables. Todos, aunque en grado desigual. Somos vulnerables, tanto a la enfermedad como al infortunio. Y al balbuceo.
Somos vulnerables todos, y esto bien a la vista está, pero quienes lo son más, sobre todo al infortunio y al balbuceo, son los menores, los niños y los jóvenes. Infortunio porque tienen las escuelas cerradas, pero nadie parece ocupado en aprovechar que no hay alumnos para mejorar la ventilación de las aulas con más y mejores ventanas, con rejas quizá. O para instalar más canillas y lavatorios.
Esto es balbuceo, que agrava el infortunio. Cuando sea que recomiencen las clases, las escuelas necesitarán más espacio exterior y más corrientes de aire, puesto que el contagio es mucho menos probable en un lugar ventilado que en uno cerrado.
Habrá que tener más espacios para dar clase, puesto que hay que diminuir el número de alumnos por aula para que estén más separados. Habrá clase en las aulas, pero además en el patio y en la biblioteca, y en la sala de profesores. Si hace falta, también en el club del barrio y en el salón parroquial, o en la iglesia, por qué no.
Las escuelas necesitarán más jabón, más agua, más canillas y más piletas para lavarse las manos, alumnos y personal, y más toallas de papel. Más maestros, más tutores. El balbuceo, insisto, agrava el infortunio.
A partir de primer grado, el barbijo es obligado, tanto en clase como en el recreo; incluso en gimnasia, porque la respiración agitada es más contagiosa. Uno puesto y otro de repuesto en la mochila. Docentes y no docentes deben dar ejemplo de barbijo puesto y bien puesto.
Incluso se ha visto que buena parte de los alumnos del primer año de prescolar, que tienen entre dos años y medio y tres años y medio, pueden llevar barbijo sin dificultad. La imitación es aquí la clave, puesto que unos alumnos hacen lo que hacen los demás, y éstos lo que hace la maestra o el profesor, el portero, la directora y hasta la señora que limpia.
Las cosas no serán como antes, en absoluto, serán distintas, nuevas, y hay que irse acostumbrando. Aún subsiste en ciertos entornos la costumbre del guardapolvo blanco como símbolo del alumno de primaria. Infortunio, porque el símbolo del cual un alumno, y su familia, deben estar orgullosos, y mucho, ya no es la ridícula blancura del guardapolvo, sino el barbijo, y bien puesto.
Infortunio, porque niños y jóvenes sin colegio se vieron privados de la actividad social, que en la infancia y la juventud es imprescindible. La experiencia demuestra que las escuelas pueden funcionar con una razonable normalidad sin por ello ser un foco importante de contagio.
El balbuceo agrava el infortunio, y así abren bares antes que escuelas. ¿Por qué no pueden abrir las escuelas si se abren bares, restaurantes y heladerías, adentro y afuera? En clase están con barbijo y aprenden para el futuro. En el bar, sin barbijo, hablan fuerte y se toman unos lisos.
El balbuceo cerró plazas y parques, y agravó así el infortunio de tener que quedarse en casa atado a una pantalla. Pero nadie pareció ocupado en mejorar los servicios públicos de atención a la salud mental infanto-juvenil, ahora más necesarios que nunca. Hasta donde puedo saber, no hay registros sobre los problemas de salud mental que provoca el confinamiento, pero es evidente, y clamoroso, que estos problemas existen y son importantes aunque estén un poco sumergidos.
Así, esta pandemia es mucho más que una pandemia, porque más mal, más daño hace el balbuceo, y luego el infortunio, que el virus, al menos para los menores. Pero, no obstante, poco apuro se percibe por ver qué hacemos mientras tanto por la infancia y la primera juventud.
A todos nos conviene dejar de mirar esta crisis como una pandemia, puesto que es más que eso. Lo demuestra la incapacidad de los gobiernos para controlar la expansión, más que de la enfermedad, del infortunio. No será posible controlar el virus sin controlar el infortunio.
El infortunio es en parte una consecuencia de la enfermedad actual, pero más, mucho más es consecuencia de balbuceos mil veces repetidos desde hace mil años. No es de ahora que el sistema sanitario se queda corto, y es desigual e injusto. No es de ahora que escuelas y maestros necesitan revisión y puesta al día. El balbuceo, entonces, es una enfermedad crónica, y es crónico el infortunio que provoca.
Debemos entender que infortunio y enfermedad son un círculo vicioso infinito. Y que para detener la expansión del virus necesitamos controlar el infortunio. La autoridad lo sabe, falta ahora que lo ponga en práctica. Mientras tanto, la clave puede estar en la activa participación de todos, de todo el barrio, de todos los padres, de los sindicatos, de la cooperativa, sin balbuceos, todos a la una.
Las escuelas necesitarán más jabón, más agua, más canillas y más piletas para lavarse las manos, alumnos y personal, y más toallas de papel. Más maestros, más tutores. El balbuceo, insisto, agrava el infortunio.
No es de ahora que el sistema sanitario se queda corto, y es desigual e injusto. No es de ahora que escuelas y maestros necesitan revisión y puesta al día. El balbuceo, entonces, es una enfermedad crónica, y es crónico el infortunio.