Rogelio Alaniz
Rogelio Alaniz
“El hombre se define por lo que hace, no por lo que sueña”. André Malraux No sabemos por qué los jueces de la Corte dieron a conocer su fallo cuarenta y ocho horas después de la derrota electoral del oficialismo, pero sí sabemos que la noticia fue vivida por el kirchnerismo como una victoria trascendente, al punto que se llegó a decir que el fallo adelantará el retorno de la señora a la Casa Rosada. Sobre este tema cada uno es dueño de hacer las especulaciones que mejor le parezcan, pero lo cierto es que la militancia kirchnerista vivió el fallo como una agradable compensación de la paliza del domingo y como el retorno a la ilusión de que están protagonizado una gesta revolucionaria cuya máxima expresión es la Ley de Medios, concebida como el instrumento para derrotar al monopolio que, como todo el mundo lo sabe y ellos mismos se encargaron de divulgarlo hasta el cansancio, se llama Clarín y cuyo jefe es Magnetto. Mi impresión es que las consecuencias de los resultados electorales del domingo van a perdurar, mientras que el fallo de la Corte pronto será absorbido por las propias exigencias de su aplicación o por otros conflictos en un país que dispone de un inusual talento para reproducirlos. La Ley de Medios, tal como la pensaron Él y Ella pudo haber tenido efectivos beneficios para su proyecto autoritario hace dos o tres años. Ahora es tarde. Ni el gobierno tiene el poder de entonces, ni la realidad de los medios de comunicación es la misma. El kirchnerismo se aferra a un fallo que llega tarde, aunque legitima una ley que a su dudosa vocación democrática le suma su incapacidad para dar respuesta a los actuales problemas de la comunicación. La excitación de algunos de sus voceros más clásicos pone en evidencia la liviandad del relato. Vivir un fallo judicial como un equivalente al asalto al Palacio de Invierno es un acto de alienación por parte de quienes creen -vaya a uno saber por qué motivos- que de la mano de la señora van a ingresar en el país de las maravillas. Por lo menos, así lo creyeron antes y así lo creen ahora. Suponen que a los peligros del mercado hay que oponerle la seguridad del Estado, cuando la experiencia del siglo XX se cansó de enseñar que, más allá de los riesgos ciertos que producen en su recorrido la economía de mercado y la libertad de empresa, el peligro concreto de totalitarismo lo expresa la exacerbación del Estado. De todos modos, no deja de ser curiosa esa simpatía devota de los kirchneristas hacia el Estado, como si éste fuera un dechado de todas las virtudes, en un país donde precisamente una de sus huellas más dolorosas ha sido el terrorismo de Estado. A favor de los muchachos de Carta Abierta, la Cámpora y ese bizarro universo de siglas y ambiciones oficialistas, debe decirse que no ha de ser fácil para ellos creerse protagonistas de un proceso revolucionario que sólo existe en sus mentes, mientras que la realidad -que como se sabe siempre es de derecha- se encarga de desmentirlos impiadosamente todos los días. Tampoco debe ser cómodo sospechar que apoyando con argumentos de izquierda a un gobierno de derecha, se corre el riesgo cierto de cumplir el rol de idiota útil, peligro que, dicho sea de paso, algunos han conjurado sumándose alegremente al espléndido reparto de beneficios económicos que el oficialismo prodiga a sus seguidores más devotos e incondicionales. Otro de los rasgos notables de la fiesta kirchnerista se manifiesta en el hecho contradictorio y paradójico de que por este fallo unos festejan porque suponen que están accediendo a los umbrales del reino de la libertad y otros lo hacen porque están convencidos de que ahora es posible hacer realidad en la Argentina el modelo de “libertad de prensa” aplicado en Santa Cruz. En términos prácticos, habría que decir que más allá de su retórica y su parafernalia verbal, el objetivo de la Ley de Medios para el kirchnerismo real, fue y es liquidar cualquier voz que los critique y fortalecer el coro de adulones. Los redactores de la ley podrán citar a los intelectuales más progresistas, pero por debajo de la espuma y las burbujas, el pingüino autoritario y prepotente afila sus uñas y se solaza con una Argentina hecha a la imagen y semejanza de la que en su momento soñara Alejandro Apold, el maestro de todos estos enemigos jurados de las libertades de expresión y de prensa. Sobre estos temas, es necesario insistir que a los enemigos de la libertad de prensa se los reconoce por sus críticas obsesivas contra los medios de comunicación y los periodistas. Los diarios, las radios y los canales de televisión serán capitalistas o burgueses y los periodistas personajes siniestros vendidos al imperialismo o a las patronales, pero lo cierto es que desde Trujillo y Somoza, pasando por los Castro y Hugo Chávez, el rasgo distintivo de todos ellos es su ataque a la prensa libre. Los argumentos pueden diferir en los detalles, pero en lo fundamental todos son coincidentes: a los señores no les gusta que los critiquen y los controlen. Así de sencillo y así de difícil. En algunos casos su victoria es absoluta, en otros, relativa, porque también los autoritarios hacen lo que pueden o lo que los pueblos les dejan hacer. El sueño nunca disimulado de los Kirchner fue hacer de la Argentina una Santa Cruz. Los resultados no han sido del todo satisfactorios, pero a la claque oficial hay que reconocerle que ha hecho lo que ha podido. Una Nación con un solo diario, una sola radio y un solo canal de televisión. ¡El sueño del pibe autoritario! ¡La imposible utopía del autócrata moderno! Ni conferencias de prensa, ni noticias desagradables, ni denuncias escandalosas. “Un mundo feliz”, diría Aldous Huxley. ¿Y las radios barriales? ¿Y los canales comunitarios? Como le gustaba decir a Carlos de la Púa: “Versos para la gilada”. De todos modos, y más allá de la euforia despertada por el fallo sobre la Ley de Medios, la noticia de la semana no es la del martes, sino la del domingo. El gobierno está derrotado políticamente y la única celebración que el kirchnerismo puede promover es la de sus propios funerales. En 2015 la señora se va, y sin el poder del Estado, el kirchnerismo se desvanece en el aire sin pena ni gloria. Podrá maniobrar, podrá estimularse, vociferar, promover algún chanchullo, alentar alguna picardía, pero el final es inexorable. Sin el poder, los Kirchner son nadie. Su destino no difiere en lo fundamental del de Menem. Con el paso de los años, unos y otros son cada vez más parecidos y patéticos. Es una verdad dura. Sobre todo para los que se creen dioses. O para los que creyeron que con Él y Ella retornaban Perón y Evita. O a los gloriosos años setenta. La fantasía oficialista se contradice todos los días con la realidad. En los ranchos y en las villas de emergencia, en los barrios marginales y en ese abigarrado mundo de pobreza que el kirchnerismo deja para las futuras generaciones, pasan muchas cosas, pero lo seguro es que en esos modestos hogares, en esos hogares donde las carencias son cada vez más visibles y las humillaciones de la pobreza cada vez más habituales, la estampita con la cara de Él o el retrato con el rostro de Ella no existe. Como diría Borges, en el crédulo mundo de los arrabales hubo lugar para Evita y Perón, pero nunca habrá lugar para Él y Ella. Sin la espuma y las burbujas que produce el poder, la causa de Néstor y Cristina se reduce a la adhesión de un puñado de militantes alienados y otro puñado de multimillonarios reales. Sin el poder, el único afecto seguro que le queda a la señora es el de Máximo y Florencia. Puede que al kirchnerismo lo suceda en el poder otra expresión del peronismo, como ya ha sucedido. Puede que la alternativa sea Binner, Cobos o Macri. Puede que después de 2015 empecemos a reconstruir un país mejor o tropecemos otra vez con el mismo cascote populista. Lo seguro es que la señora se vuelve a su casa y que la futura relación de ella con las instituciones no será a través de la Casa Rosada sino en los Tribunales.
Sin el poder, los Kirchner son nadie. Su destino no difiere en lo fundamental del de Menem. Con el paso de los años, unos y otros son cada vez más parecidos y patéticos.