Argentina se parece a un club que juega su partido definitivo por el descenso. Y el equipo en lugar de concentrarse en ganar el partido, sale a la cancha nervioso y hace todo mal: los jugadores lanzan patadas antirreglamentarias, el árbitro le echa a tres, el rival lo golea y la hinchada se pelea consigo misma. Los jugadores son agredidos a la salida, los directivos le echan la culpa a los jugadores, los jugadores reclaman sus sueldos al club descendido y quebrado y finalmente, los hinchas que dicen adorar a ese club, incendian la cancha.
La metáfora es vulgar, sí. Pero es apropiada.
Argentina vive días de angustia sobre una angustia que ya era demasiada. Ahora nos tocaron todas juntas y el horizonte es -cuanto menos- desastroso. La caída parece interminable, y el piso no se alcanza a ver todavía.
En ese descenso sin paracaídas, vamos millones. Y mientras nos vemos caer juntos, nos comportamos como ese club imaginario y todos le echamos la culpa a los demás, sin asumir que también vamos cayendo y que si no nos organizamos un poco, si no cedemos un poco, el golpe será letal. Sin metáforas.
En este club hay dos bandas ruidosas. Y ambas dicen que representan los valores nacionales. Ambas se abrazan a principios nobles, a pancartas conmovedoras, a valores presuntamente superiores, mientras que lo único que persiguen es eliminar al otro como único objetivo.
Nada de planes para el club. Nada de programas de salvatajes, ni acuerdos para sobrevivir. La obsesión es el “otro”, eliminar para siempre al otro. Lo lógico sería que estemos todos juntos, tratando de evitar más descensos y rearmando el equipo. La raquítica pelea simbólica, el debate bizantino, el pase de facturas que termina discutiendo “quién fue el peor”.
La banda de los Oficialistas dice que la culpa de todo es de la “derecha fascista” que endeudó al club, no sin antes vender todos los jugadores y embargar todos los bienes. Y algo de razón tienen. Salvo que se les ve la hilacha, cuando tratan de armar esquemas de “devolución de favores” y revelan que lo que en realidad persiguen es la impunidad de la jefa, y de un ejército de Alí Babás y sus cuarenta ladrones juntos. Los chicos exigen medidas que lejos de calmar a los adversarios, los calientan más.
La culpa es de la “Derecha neoliberal antipatria”, pero al mismo tiempo empieza a verse como se desarma todo aquello que los indicaba como explícitos enriquecidos sin causa, asociados a negocios oscuros y más preocupados por instalar un relato que una realidad mejor.
Del otro lado la cosa es bastante similar, pero con mejor perfume. La culpa es del “Peronismo”, un remake del siglo pasado. Una parte de la sociedad que no soporta a los humildes y que cree que todos los problemas son “los vagos que reciben planes sociales” y el “odio de la Yegua”. Y mientras declaman por la libertad de expresión, las huestes rompen móviles de televisión, y la justicia va revelando que el “gobierno republicano” espiaba a políticos, periodistas y militantes de todos los partidos para “saber en qué andaban”.
Los opositores empiezan a explicitar razones de índole racial al momento de hacer públicas sus quejas. La idea de que “trabajo hay, lo que no quieren es trabajar” o el endurecimiento de posiciones ahora denominadas “Meritocráticas”, van dejando al desnudo la despreocupación por la suerte del otro, y la incomodidad de convivir con los marginados.
Ambas bandas son culpables de los males que nos aquejan. La banda del populismo emocional desaprovechó un viento de cola extraordinario para hacer cambios estructurales. Recibieron el país con 30 % de pobreza. Lo devolvieron con más o menos la misma cantidad de pobres, después de 12 años de gobiernos ininterrumpidos, mayorías absolutas en las Cámaras y una concentración de poder que su propia torpeza fue desgajando.
Los otros, recibieron el país con 30 % y lo devolvieron con 50%, pero además dejaron una deuda que no sabemos ni cómo empezar a pagar.
Pero las dos hinchadas se mueven en las calles, en las redes y en la cancha, como si fueran inocentes de todos los males.
Hoy no hay viento de cola. El mundo está devastado por la Pandemia. Se cayeron industrias que no volverán a abrir rápidamente. Se perdieron centenares de miles de empleos, y se perderán el doble o el triple, o más. Ya no depende de nosotros, sino de las ayudas que podamos o no recibir.
Pero Macri está pensando en volver y Cristina en zafar de sus causas. Los dirigentes, muchos de ellos, hacen cálculos electorales para el 2021. Y no entienden que la realidad no ofrece ni siquiera certezas para planificar un asado en una quinta.
La irresponsabilidad de los principales dirigentes argentinos no asombra. Pero permite avizorar algo que muchos tememos posible: que no entiendan en qué cancha están jugando, ni las consecuencias de una nueva derrota.
Ni el Kirchnerismo o esa asociación por conveniencia que se llama Frente de Todos, ni esa Sociedad Anónima que fundaron Macri, Carrió y buena parte de la UCR, que se llama CAMBIEMOS o Juntos por el Cambio, entienden lo que está pasando “ahí afuera” y persisten en regar con nafta los alrededores del estadio repleto de gente, la suerte estará echada y con final anunciado: algunos rincones ya tienen fuego, al club le cortaron el agua, y debajo de la tribuna hay dinamita para volar cincuenta manzanas.
Mientras los pibes juegan a ser revolucionarios y los de la otra cuadra se espantan por los presuntos peligros de las libertades individuales, nadie parece ocuparse de los asuntos que vienen.
Y los asuntos que vienen son trágicos, incluso desconocidos para una sociedad como la Argentina: no hay certeza alguna, ni las fórmulas que dieron resultado en otras oportunidades parecen tener efecto sobre la nueva enfermedad. No es el Coronavirus, sino el pico más alto de desempleo de la historia, los niveles de descontento social de imposible contención sin respuestas efectivas y las dudas razonables sobre la extensión que tendrá la nueva vida aislada.
El país tuvo suerte hasta ahora. Y cuando se dice suerte, se dice “anticuerpos” suficientes para evitar el mal mayor: un gobierno efectivamente autoritario que llegue a través de las urnas.
Los ejemplos en el mundo sobran, y aún no hemos visto lo peor: Trump se cargó no menos de 200 mil muertos por subestimar la Pandemia y 6 millones de empleos. Sin embargo no queda claro que vaya a perder las elecciones en noviembre.
Bolsonaro es el caso más cercano, obvio y riesgoso. Pero en el resto del mundo no dejan de aparecer agravamientos de los regímenes duros como el de Corea del Norte, China, Rusia y Venezuela. Todos en el nombre de la patria y de los grandes valores. Todas sociedades cerradas y empobrecidas que son sometidas al rigor represivo y a la mutilación de las libertades individuales. O las réplicas más esperpénticas de Trump, como Boris Johnson.
Prácticamente no quedan líderes en el mundo que estén jugando a la altura del conflicto. Y de manera unánime -o casi- la entonces líder de la derecha -algunos llegaron a considerarla de ultraderecha alguna vez- Angela Merkel, aparece como la última esperanza para la democracia y la libertad. Ni España, ni Francia, ni Italia ofrecen liderazgos sólidos.
Curiosamente, Merkel y el Papa parecen coincidir en eso: son la última resistencia democrática sólida que ofrece el “viejo mundo”. Y en Argentina nadie parece estar mirando ese asunto. El presidente apuesta a una reunión con Evo Morales y el Grupo Puebla. Y deja la sensación de tampoco entender cómo viene la mano.
Los mercados se cierran, el nuevo orden económico modificó sus reglas, la matriz del trabajo y la producción aceleró su transformación por la vía de las tecnologías, y la vida social se va hundiendo en la casi exclusiva virtualidad. El mundo que imaginamos ya está acá.
No lo vimos venir, me dice un amigo empresario: pero desde hace no menos de una década el mundo anunciaba los cambios. Y del mismo modo que con la debacle climática, no hubo suficiente masa crítica mundial para amortiguarlo. El Covid-19 parece ser el primer embate de otros que vendrán a modificar las reglas del juego. Ocurre cada cien o doscientos años, y está ocurriendo: cambiamos de fase. Y la profundidad del salto no se alcanza a divisar.
Entonces en el club Argentina, todos suponen que las soluciones son las que ofreció el mundo de los 70 o la reedición del liberalismo decimonónico. Y la ola del tsunami ya se ve en el horizonte. Se ve chiquita, claro. Pero cuando llegue no habrá defensa alguna para evitar el golpe.
Lo que viene debe asustarnos y juntarnos. La política no puede seguir sumergida en este festival de intereses sectoriales, en este nuevo asalto al Estado, y en este juego de principiantes donde todavía funcionan los fetiches personalistas.
El razonable descontento social, las condiciones objetivas de degradación y corrupción que mellaron la confianza en la política, los dirigentes gremiales ricos con obreros pobres, la imposibilidad de los Estados de ofrecer soluciones concretas a una realidad inédita, puede desencadenar en un nuevo tipo de liderazgo extremista con base en la religión o el pensamiento mágico.
No apareció, todavía, la figura en Argentina. El esfuerzo de ambas bandas por aniquilar cualquier expresión democrática que se erija en alternativa también funcionó para las propuestas con “soluciones divinas”. Decenas de miles de templos evangélicos ya dominan territorios del país. Todavía no encontraron al “carismático” que los lleve al destino que buscan. No es conveniente que les sigan dando tiempo.
Del mismo modo que el cambio mundial nos agarró desprevenidos, estaría bien que las “bandas” dejen de jugar con fuego y pongan algunas barbas en remojo.
Lo que viene, si no hay acuerdo nacional, si no merman los ánimos “contra”, si no afloran las virtudes de los dirigentes políticos, los empresarios nacionales y la conciencia democrática de todos los que están jugando el partido, puede ser el “Mesías”.
Y entonces sí se acabarán los memes y las exageraciones. Entonces descubriremos cuán insignificantes eran algunas diferencias. Y cuán peligrosos terminan siendo los “ismos” personalistas. Y cuán dañino termina siendo el juego de creer que el poder es eterno.
El presidente ruega porque la Pandemia le dé un poco más de tiempo para desactivarla. La oposición hace viento para que las llamitas se conviertan en lenguas gigantes que no se puedan controlar. El mundo cambió, y en Argentina los dirigentes no parecen haberse dado cuenta.