Tiempo atrás se propagó a través de las redes sociales un video donde un niño predicador exclamaba apasionadamente ante su auditorio: "¡Yo no soy pariente del mono!". A propósito, en 1917, Sigmund Freud calificó a la teoría de la evolución de Charles Darwin como una herida narcisista, es decir, una ofensa al amor propio de la humanidad, en pie de igualdad con la caída del geocentrismo (la tierra como un punto fijo en el centro del universo) y su propia noción de inconsciente (una forma de pensamiento que escapa a la consciencia). Sin detenernos en el viejo debate entre creacionismo y evolucionismo, entre los argumentos de los teólogos y los naturalistas -en suma, una puja de racionalidades entre la fe y la ciencia-, no solo los modernos análisis cromosómicos emparentan ambas especies, sino también otros aspectos generales de la psicología del comportamiento.
En el siglo XX nace la etología, una nueva disciplina consagrada al estudio de la psicología comparada entre los animales y el ser humano. Como ha de esperarse ante la fascinación por lo nuevo y la creencia en una ciencia que todo llegará a explicar tarde o temprano, las investigaciones comenzaron a multiplicarse aquí y allá. Los resultados de los experimentos arrojaron conclusiones de todo tipo, algunas interesantes y otras intrascendentes, cuando no absurdas. Por ejemplo, dejando de lado aquí consideraciones éticas sobre las prácticas de crueldad hacia los animales, ¿fue necesario un experimento formal para confirmar que el perro de Iván Pavlov era capaz de asociar un estímulo sonoro con la hora de la comida? Contabilizar las gotas de saliva fue el índice más científico que pudo encontrarse en ese entonces.
Mirá tambiénDe la miseria neurótica al infortunio corrienteEntre los entusiastas etólogos del siglo pasado se destaca la figura del psiquiatra inglés John Bowlby. En su tiempo propuso una teoría del desarrollo humano, por cierto, bastante reduccionista, denominada "teoría del apego". Bowlby se preguntaba por qué los seres humanos, incluso desde el nacimiento, manifiestan una fuerte inclinación a vincularse con las figuras del entorno, especialmente con sus cuidadores. En un juicio propio del sentido común, el especialista comprendió que la necesidad de alimento no podía explicar la profundidad del vínculo entre un bebé y quienes cumplen la función materna y paterna. Tiene que haber algo más, se dijo a sí mismo, y creyó encontrar un apoyo para sus hipótesis en dos experiencias provenientes de la floreciente etología.
En primer lugar, las observaciones de Konrad Lorenz en los años '50 sobre las crías de animales que se alimentan por sí solas desde el nacimiento y que, sin embargo, forman lazos unidos con sus progenitores (por ejemplo, algunas especies de aves y reptiles). En segundo lugar, las experiencias de Harry Harlow sobre las "madres de alambre". El experimento consistió en aislar ocho crías de primates, macacos de la India para la ocasión, y ofrecerles dos marionetas que simulaban torpemente a una madre de su propia especie. Una de ellas forrada en una tela que imitaba el pelaje natural, la otra hecha solo de alambres, aunque con la capacidad de dispensar alimento mediante un biberón fijo en la estructura. Con cronómetro en mano, Harlow comprobó que las crías permanecían la mayor cantidad de tiempo junto a la "madre de peluche", y en menor medida con aquella de alambre que sí podía alimentarlos.
Mirá tambiénHay química en la escena amorosaTomando en consideración estos resultados, Bowlby interpretó que la relación entre las crías de primates y su figura de apego, solo puede explicarse por una "necesidad biológica de protección", antes que una necesidad de alimento o incluso la búsqueda de un lazo afectivo. Como puede esperarse, el paso siguiente fue la proyección de sus conclusiones a la psicología humana. Añadió, además, que mientras más confíe el infante en su figura de apego, mayor será la "base segura" desde la cual podrá explorar el mundo, favoreciendo así su desarrollo cognitivo y emocional.
Ahora bien, la construcción misma del experimento de Harlow y las conclusiones de Bowlby son discutibles ayer y hoy. Existen tantas razones por las cuales los macacos pueden preferir pasar más tiempo con un peluche antes que con una estructura de alambre, que la explicación causal propuesta resulta tan precipitada como tendenciosa. Como sucede en ocasiones, el diseño del experimento fue concebido para confirmar una tesis previa y no más. No hay que olvidar que el investigador es el amo de la escena, y no se lleva para nada bien con los enigmas que tiene delante de sí.
Mirá tambiénHacer lo contrario, incluso sin saberloEn resumen, según entiende Bowlby, si las figuras de apego están presentes y atentas a las necesidades del infante, contribuirán decididamente a su "desarrollo sano". En psicoanálisis, por el contrario, las intermitencias de las figuras que cumplen la función materna y/o paterna son esenciales para la constitución de la subjetividad. Es una afirmación que puede explicarse mediante una analogía con los llamados "rompecabezas deslizantes", constituidos por una imagen dividida en cuadrantes que se deslizan en forma vertical y horizontal. ¿Cuál es la condición que permite que las fichas se desplacen y conformen la figura preestablecida? Sencillamente, que falte una de ellas, es decir, un vacío. Caso contrario, nada podría moverse de su lugar y la estructura permanecería en un estado monolítico.
Si para Bowlby la presencia/ausencia de las figuras de apego genera ansiedad, para el psicoanalista francés Jacques Lacan funciona exactamente al revés. En su décimo Seminario dedicado a la angustia se lee: "¿No saben ustedes que no es la nostalgia del seno materno lo que engendra la angustia, sino su inminencia? Lo que provoca la angustia es lo que nos anuncia que volvemos al regazo". La alusión al seno materno funciona aquí como una metáfora de un otro, cualquiera sea, demasiado dispuesto a satisfacer cada necesidad supuesta. En el mismo pasaje Lacan agrega que lo más angustiante para un niño se produce cuando tiene a sus otros "siempre encima". En efecto, la condición para tomar la palabra en nombre propio es que el otro pueda hacer un silencio, incluso una ausencia. Por ello siempre es necesario preservar un vacío en los inicios de la subjetividad.
(*) Psicoanalista, docente y escritor.
Dejanos tu comentario
Los comentarios realizados son de exclusiva responsabilidad de sus autores y las consecuencias derivadas de ellos pueden ser pasibles de las sanciones legales que correspondan. Evitar comentarios ofensivos o que no respondan al tema abordado en la información.