Galerías del claustro del monasterio de los Jerónimos en Lisboa. Los enlaces geométricos de las nervaduras de sus bóvedas son ilustrativas del estilo manuelino.
Si bien ningún estilo es completamente único (si se busca, las raíces aparecen), hay algunos que exhiben características tan propias que los hacen ver únicos. Son los casos del estilo creado para gratificación del rey Manuel I de Portugal, a comienzos del siglo XVI, y del nacido de la creatividad del catalán Antoni Gaudí en el siglo XIX. Lo curioso, si bien se mira, es que ambos tienen vínculos radiculares con el gótico.
Respetemos el orden cronológico y empecemos por el monarca portugués. El estilo manuelino se desarrolló durante su reinado (1495-1521) y prosiguió por un tiempo después de su muerte. Se trata de una variación portuguesa del estilo gótico final, con algunos condimentos del arte luso-morisco. El resultado es una sistematización de motivos iconográficos propios que simbolizan y exaltan el poder de Manuel I.
Aquí, la arquitectura genera un lenguaje diferenciador, vigorosa expresión de originalidad que trasfunde a lo construido la pretendida grandeza del rey comitente. Quizá esa búsqueda de reconocimiento se relacione con su laberíntico camino al trono. De hecho, era el hijo menor del infante Fernando, y su ascenso real se produjo tras la muerte de su primo, el rey Juan II, quien, al carecer de herederos legítimos, lo nombró su sucesor. En rigor, fue el único aspirante en llegar al trono sin ser pariente en primer grado ni descendiente de su antecesor. Por eso recibió el apodo de "O Venturoso" (El Afortunado).
Sin embargo, desde una perspectiva íntima, es probable que esa suerte de "capitis diminutio" de origen, se relacione con sus afanes exhibicionistas, claramente observables en la monumentalidad y singularidad de diversos edificios construidos durante los años que portó la corona sobre su cabeza. El más notorio de ellos es la iglesia y convento de los Jerónimos, complejo arquitectónico erigido en el barrio lisboeta de Belén, frente al estuario del río Tajo. El complejo suma a su condición religiosa, su carácter de Panteón nacional. Basta saber que contiene el sepulcro del rey Manuel, y dos tumbas simétricas que, próximas al portal de ingreso a la iglesia, bajo el coro, al fondo de cada una de las naves laterales, alojan los restos de dos glorias, a la vez lusitanas y universales. Una recuerda a la figura de Vasco da Gama (1469 – 1524), primer navegante portugués en arribar a la India, luego de navegar al sur del Cabo Bojador (norte de África), doblar, en el Atlántico sur, el Cabo de las Tormentas (luego, de Buena Esperanza) y llegar hasta Asia Central a través del océano Índico. La otra corresponde a Luis de Camoens (1526 – 1579), quien en su poema épico "Os Lusíadas" (Los hijos de Luso, mítico conquistador de Lusitania/Portugal) evoca el tan extraordinario como accidentado viaje de descubrimientos geográficos y etnográficos de Vasco hasta su arribo a la costa suroeste de la India.
Bóveda de crucero de la Sagrada Familia, Barcelona, sostenida por columnas de formas arborescentes.
El recorrido de Los Jerónimos produce constantes impactos visuales. Los acentos ornamentales están concentrados en las bóvedas, cuyas nervaduras en relieve forman estrellas y abanicos que se enlazan a través de núcleos florales. Otro tanto ocurre en las columnas, cuyos fustes se pueblan de tramas escultóricas asociables con el plateresco español del Renacimiento. En los claustros, galerías y arcaturas se cubren de ornamentos; las columnas se retuercen entre figurillas, algunas míticas -como sirenas y monstruos marinos-, que evocan la navegación oceánica, al igual que cabos y cuerdas entrelazados. Tampoco faltan las caracolas, los corales ni las algas, o vegetales de tierra firme como las hojas de laurel, los alcauciles y las piñas. Los símbolos regios y cristológicos más frecuentes son las heráldicas, la esfera armilar (instrumento astronómico muy usado en la era de los descubrimientos) y la cruz de Cristo. En suma, con retazos del gótico, hebras del Renacimiento y briznas de Oriente, los arquitectos portugueses gestaron un estilo propio, con significativas dosis de naturalismo, para relatar en un libro de piedra las hazañas que impulsaron su desarrollo e hicieron al reino dueño de los mares.
Vayamos ahora al encuentro del arquitecto Antoni Gaudí (1852 - 1926), máximo exponente del impreciso modernismo catalán. Máxime, cuando su fértil imaginación y sus soluciones técnicas, lo convierten en una figura incomparable.
Su gran obra, la que resume todos los aprendizajes de una fecunda vida de constructor, es el Templo Expiatorio de la Sagrada Familia, luego basílica, que se alza, aún inconclusa, en medio de la trama urbana de Barcelona. Es una obra que empezó a levantarse en base a un proyecto neogótico del Arq. Francisco del Villar, quien pronto colisionó con los criterios de sus comitentes, un librero y un sacerdote. Esa ruptura, puso en escena a un joven Gaudí, que cambió radicalmente el proyecto y no dejó de trabajar hasta el día de su trágica muerte (1926), cuando fue embestido por un tranvía, metafórica colisión del modernismo artístico con el modernismo mecánico. El hecho puede leerse como el fin de una época con inercias de la Europa antigua, incluidas las fantasmagorías neogóticas que, pese a sus inspiraciones modernistas, rondaban al arquitecto.
Hoy día, cuando falta poco para que el sueño de Gaudí adquiera, a fines de esta década, la consistencia de su completa materialidad, puede admirarse el colosal volumen del proyecto, que estará coronado por 18 torres (12 en representación de los apóstoles; 4, de los evangelistas; la del ábside, que simbolizará a la Virgen; y la torre-cimborio central, que representará a Jesucristo y se elevará a una altura de 172,5 metros).
Por fuera, el templo semeja un pedazo de los Pirineos, una forma surgida de la lava enfriada de antiguas erupciones. Por dentro hace pensar en un bosque de piedra, una estructura arborescente, iluminada de día por la luz que filtran los coloridos vitrales modernistas. Por fuera y por dentro, se advierte la influencia ejercida por las formas orgánicas de la naturaleza. La fauna pirenaica se congela, aquí y allá, en determinados movimientos sobre las salientes de los muros, en tanto que la flora invade recovecos y puertas. En el interior, las columnas sostienen el techo del bosque imaginario a través de la aplicación rigurosa de los principios de la geometría reglada. En verdad, el sostén del exuberante cuerpo edilicio se funda en la extraordinaria robustez del arco catenario y en el entramado de las gráciles pero resistentes formas paraboloides hiperbólicas que componen la bóveda asombrosa.
Como Manuel I, el motor de Gaudí fue su Fe en Dios, al que dedicó su máxima obra, pero a diferencia del monarca portugués, que combinó su creencia religiosa con un inseparable culto al poder temporal, el artista catalán ofreció cada minuto de su vida sin segundas intenciones, impregnado de una genuina, humilde y profunda religiosidad que ponía a este inclasificable cultor del "modernismo" en contradicción con la modernidad europea.