Europa creyó durante siglos que la Tierra era plana, aunque desde hace bastante tiempo, también ese aserto está en revisión. Ahora son muchos los que afirman que desde la antigüedad se sabía que nuestro planeta tenía forma esférica, y que sólo la iglesia mantenía viva la teoría ptolemaica de la Tierra plana, intríngulis que fue resuelto definitivamente a través de los viajes de Cristóbal Colón (1492, islas del mar Caribe), Vasco da Gama (arribo a Calicut, India, en 1498) y Hernando de Magallanes/ Sebastián Elcano (vuelta al mundo entre 1519 y 1522), probatorios de la esfericidad de la Tierra.
Ocurre que más allá de las hipótesis fundadas en cálculos matemáticos y trigonométricos de sabios griegos y árabes, faltaba la prueba concreta de una navegación que ratificara esa proposición teórica.
El afán de saber más y de buscar nuevas riquezas, consustancial del espíritu del Renacimiento, hinchó al fin las velas de los barcos de la era de los descubrimientos, que habrá de ensanchar hasta lo inimaginado las fronteras del mundo conocido, en especial en las mentes de los europeos.
Hasta entonces, con el acuerdo de la Inquisición católica, la idea de la tierra plana era un lugar común entre los europeos analfabetos. Esa visión rígida se apoyaba en interpretaciones religiosas de los estudios del astrónomo, geógrafo y matemático griego Claudio Ptolomeo, nacido en Egipto alrededor del 100 d. C., pese a que él también dedujo que la tierra era esférica, aunque afirmaba que se encontraba fija en el centro del universo. En torno a ella giraban el sol, la luna y los planetas, en círculos o bóvedas concéntricas. La más alejada o externa se identificaba con el "primun mobile", el motor inmóvil, generador del primer movimiento y causa de la rotación de las esferas alrededor de la Tierra. Por añadidura, también era la región celeste que los antiguos denominaban empíreo, lo más alto del cielo, morada de ángeles y arcángeles, y antesala de los dioses.
En aquel mundo culturalmente remoto, pero no tan lejano en el tiempo, los límites físicos de la geografía conocida eran estrechos, sobre todo hacia el poniente, donde la enorme masa de agua del océano Atlántico helaba la sangre. De allí topónimos como el cabo Finisterre que penetra en las aguas del Atlántico a modo de pétreo apéndice de la provincia gallega de La Coruña. El nombre deriva de la expresión latina "Finis terrae", dada por los legionarios romanos a ese promontorio que se alzaba junto al denominado "Mar de la Muerte", por la cantidad de naufragios que se habían producido en ese lugar. "Fines terrae", el final de la tierra conocida, el lugar donde Europa se abismaba en el océano inabarcable, y en cuya imprecisa línea del horizonte, hecha de agua y cielo, el disco de fuego del sol se apagaba en cada crepúsculo.
Los historiadores deducen que desde allí debió contemplar la puesta del sol el general Décimo Junio Bruto, luego de conquistar ese territorio para la Roma imperial. También se menciona que allí los legionarios hallaron un altar, muy anterior, dedicado al sol, un "Ara Solis" erigido por conquistadores que los precedieron, pero que al igual que ellos, quedaron deslumbrados por la impactante escena del ocaso en el mar incógnito, fuente de temor para las gentes de esa época.
Más antigua aún es la marca de las Columnas de Hércules en el angostamiento del mar Mediterráneo antes de fundirse con las aguas del Atlántico. Según las crónicas griegas, el primero en transponerlas fue el mercader y navegante Coleos de Samos en el siglo VII a. C. Lo hizo de manera involuntaria, impulsado por vientos que lo llevaron hacia el oeste, hasta alcanzar, en la cuenca del actual río Guadalquivir, una civilización que flota entre la historia y la leyenda: Tartessos, hasta ese momento un poco conocido centro de producción y comercio que convirtió el forzado viaje de Coleos en una inesperada fuente de riqueza.
Por entonces, las simbólicas columnas que señalaban el límite de las aguas conocidas, tenían un origen mitológico. Habían sido colocadas por Hércules, quien, durante la realización de su décimo trabajo (robar el ganado del gigante Gerión que habitaba una isla del archipiélago de las Gadeiras, próximas a Gadir, Cádiz) había separado el cordón montañoso que unía Marruecos con España, dejando entrar el agua del océano al cuenco mediterráneo. Luego de hacerlo, habría plantado una columna en el Peñón de Gibraltar, sobre la costa española; y, otra, sobre la costa africana, unos dicen que en el monte Abyla o Hacho; otros, en el monte Musa, variantes mitológicas, al cabo, de una frontera que, durante muchos siglos, fue física y mental.
Tanto, que el límite imaginario del Cabo Bojador, ubicado al suroeste de este punto, a la altura del desierto del Sahara en el continente africano, mantendrá su nombre de "Cabo del Miedo" hasta que el navegante portugués Gil Eanes termine con la arraigada creencia popular de que esa formación marcaba el fin de la tierra, y que quien cruzara esa línea, se precipitaría al abismo en una caída sin fin.
El acontecimiento se produjo en 1434. El marino tomó distancia de la costa para evitar los bancos de arena que entrampaban a los barcos, y navegó hacia el sur, reconoció la extensa costa africana, descubrió vientos favorables para el regreso, desechó la existencia de monstruos marinos devoradores de naves y tripulantes, y abrió el camino para los sucesivos viajes atlánticos que llevarán a Vasco da Gama hasta la India, y a Álvares Cabral a la costa de Brasil, logrando una ventaja marítima que a Castilla le costará mucho esfuerzo descontar.
La caída de Constantinopla en manos de los turcos en 1453, levantará obstáculos diversos en la antes operativa ruta terrestre de la Seda, que en el siglo XIV recorrían, rumbo a China, comerciantes como los Polo de Venecia. Se imponía, por lo tanto, la apertura de vías náuticas que era perentorio descubrir. Así, con un alto precio de vidas marineras y el frecuente hundimiento de los barcos, se echó nueva luz sobre la geografía planetaria, se corrieron las antiguas fronteras urdidas por el desconocimiento, se relevaron nuevas regiones y continentes (América y Australia, con sus respectivas poblaciones), y se tomó conciencia de la extraordinaria diversidad de la naturaleza. Ocurrió para bien y para mal, porque se amplió hasta lo inimaginable el campo de acción de los seres humanos y, por consiguiente, los efectos de su creatividad para la belleza y el horror.