El aire helado roza mi cara. Cierro bien mi tapado azul y voy a abrir la tranquera. Cierta bruma extraña empaña el camino. Parece que una impalpable túnica blanquecina bajara desde el cerro para cubrir el bosque de cipreses, ñires y radales. Lentamente me dirijo hacia la camioneta. Me preocupa la poca visibilidad que hay para manejar pero necesito buscar algunos insumos en el pueblo. Arranco el motor y lo dejo calentar unos minutos. El frío es intenso y pueden verse las hojas de maqui escarchadas a través del cristal. Salgo con cuidado. La senda también está congelada y se torna peligrosa con las curvas sinuosas y los hondos surcos que rompen la tierra y complican el paso. Voy despacio porque la niebla solo me permite ver unos metros adelante. Después todo es nebuloso e incierto. Creo estar dentro de una espuma intangible y mágica, suspendida en una albina y suave nube de tul. Mis pensamientos se van hilando como en una antigua rueca para después diluirse dentro del nimbo cósmico de mis emociones. Por fortuna, no hay tráfico y esto permite maniobrar con mayor tranquilidad. De repente siento un golpe brusco que me asusta. Freno abruptamente. Seguramente no alcancé a distinguir algún bache grande en ese tramo del mejorado. Respiro profundo y bajo del vehículo. Abrigo mi cuerpo entumecido con ternura infinita y me fijo si hay algún desperfecto. El suelo esta cubierto de hielo y en un descuido percibo que me resbalo sin poder sujetarme. Vértigo y oscuridad…
Abro los párpados. La tenue luz del ambiente va invadiendo mis pupilas y noto que me duele la cabeza. Una vaga pesadez atraviesa mis sentidos y me impide reaccionar. La opaca película que envolvía el paisaje ha desaparecido y estoy mareada y confusa. Quizás me golpee la frente, pienso en medio de mi desconcierto. Hay varias piedras a la vera de la ruta y mi ropa esta sucia de barro. Decido retornar a mi casa, desandando esos pocos kilómetros que había transitado. No sé que hora es. El tiempo rasgó un velo en mi interior. Preciso beber algo caliente para borrar la languidez que adormece mis labios. En la templanza de mi cocina preparo una infusión de hierbas y miel. Entonces comienzo a darme cuenta que una espesa sombra nubla mi memoria. Hay un vacío enorme, inexplicable y terrible dentro de mí. Los espacios de mi mente están repletos de ausencias. La desesperación súbitamente escala por mi pecho y apaga el clamor de mi voz. La claridad de mis ojos se mancha de angustia y olvido. Trato de serenarme y dejo que las lágrimas destilen su inocencia sobre mi piel. Unos piadosos rayos de sol se deslizan desde el cielo para colmar mi rostro de consuelo y calmar mi espíritu. Busco un espejo. A un costado de mi rostro se aprecia una aureola amoratada e inflamada. Mi gato Tornado se arrima para encontrar mis caricias y me distrae. Me alegra poder recordar cuánto lo quiero.
Pasan los días… y continúo acosada por miles de incógnitas. Mi celular sólo registra una llamada de mi mamá, preocupada porque estuve sin comunicarme, y varios mensajes de mi mejor amiga. Más allá de eso, silencio total. Me gusta mi soledad pero estoy desorientada. ¿Nadie más me extraña?... Trato de evocar momentos, personas, sensaciones que habitaron mi vida y solo me encuentro cara a cara con un amor que me enciende indescifrable y recóndito. No voy a llorar. Confío que paulatinamente las imágenes van a ir apareciendo y la penumbra se va a disipar con el brillo de esas nostalgias que ahora ignoro. Me ilusiono con quereres que van a despertar de su letargo y con encuentros que romperán abismos con abrazos y con risas. Unas gotas de lluvia tintinean inesperadamente sobre el techo. Avivo el fuego de la estufa y busco un libro en la biblioteca. El invierno esta en su apogeo y frente a los álamos desnudos se insinúan sospechas de nieve y melancolía. Abro la primera página, mientras este gélido encanto me invita a soñar. Algunos misterios me rondan, pero una pasión inagotable arde en mi alma desde siempre.