La fascinación es un efecto psicológico muy preciso. El semblante de un sujeto fascinado es tan característico que sería difícil de confundir con otros estados del alma para un observador externo. Su objeto, es decir, aquello que fascina, ejerce una atracción irresistible en tanto rebosa de cualidades destacables, al menos en apariencia. Precisamente, es un encantamiento donde insiste la ausencia de crítica, incluso toda insinuación en tal sentido se vive como una ofensa o ataque personal del cual se reniega enérgicamente. Hay así un efecto de engaño autocomplaciente en juego que, tal como el soñante por las noches, se resiste a despertar.
Desde que el hombre es hombre la fascinación encuentra su lado más caricaturesco en los primeros tiempos del enamoramiento, momento idílico en el cual un sujeto queda eclipsado tras el brillo de su objeto. Hay bibliotecas enteras donde los poetas clásicos nos hablan de los incontables atributos de la musa inspiradora o de las tristes amarguras de una pasión no correspondida. Pero también la fascinación puede manifestarse bajo formas más discretas, incluso en lugares donde no se espera hallarla. Por ejemplo, en la relación que mantiene nuestra época con la ciencia y sus métodos, en especial en sus efectos de verdad.
Desde su irrupción la ciencia ha transformado sensiblemente nuestra realidad, hecho que suele calificarse como un progreso de la especie humana, aunque sus paradojas también son igualmente constatables. Así como se ha extendido notablemente la expectativa de vida, al mismo tiempo hoy contamos con los medios técnicos para destruir en un instante el mundo que habitamos.
En este contexto es importante distinguir al menos dos dimensiones del modelo científico. Por un lado, como un conjunto de métodos de estudio particularmente fecundos en numerosas áreas y disciplinas. Por el otro, ya en una implicación más sutil, como un criterio de legitimación del conocimiento en la época. En nuestro tiempo, cuando se busca desacreditar una opinión o disciplina, el primer argumento que se esgrime es su falta de evidencia científica. He aquí entonces un presupuesto, cuando no un forzamiento: no hay conocimiento legítimo fuera de la ciencia. Que tal o cual método sea idóneo para explicar y predecir una enorme cantidad de fenómenos y hechos del mundo, no lo hace igualmente aplicable a todo objeto de estudio, salvo en las idealizaciones.
Dicho en otros términos, el método tiene límites. ¿Acaso la subjetividad no es uno de ellos? Si bien la psicología contemporánea hace sus esfuerzos para interrogar la subjetividad desde el modelo científico, ¿alcanza a explicar y predecir la conducta humana tal como la física formaliza en leyes los fenómenos que estudia? Aunque contemos con infinitas estadísticas y estudios de casos, ¿puede anticiparse cuánto tiempo durará un duelo, es decir, la elaboración de una pérdida significativa? ¿Puede saberse de antemano si un acontecimiento en la vida llegará a inscribirse como traumático en el psiquismo? En uno y otro caso es posible que existan conjeturas, más o menos bien fundamentadas, pero nunca habrá certezas al respecto. Frente a estas preguntas suelen utilizarse porcentajes, sin embargo, el caso particular es siempre indiferente a las estadísticas. En el mismo sentido, la psicometría se aboca a medir y cuantificar los procesos psicológicos a través de la administración de diferentes baterías de test. Cuando se emplean para esclarecer la orientación vocacional, es decir, la elección de un trabajo, oficio o profesión, se encuentra ese mismo límite. Podrán medirse las aptitudes de un sujeto en tal o cual área del desempeño laboral, pero hasta nuevo aviso lo que a uno le conviene no es necesariamente igual a lo que uno quiere. En efecto, el deseo no puede medirse en tanto es rebelde al número y la cuantificación.
Ante tal efecto de fascinación por las ciencias fue necesario inventar una nueva palabra, junto al término ciencia, tiempo después encontramos otro vocablo, a saber, cientificismo. Según el diccionario de la lengua el cientificismo es la tendencia a dar excesivo valor a las nociones científicas o pretendidamente científicas. En la segunda parte de la definición se destaca la función de la ciencia como criterio de verdad en la época, donde numerosas disciplinas imitan el lenguaje científico sin alcanzar los estándares de su procedimiento, es decir, un mimetismo impostado.
Los historiadores nos hacen saber que en Occidente, en especial en la Edad Media, el criterio de verdad estaba supeditado a las Sagradas Escrituras como manifestación de la palabra de Dios. Quien se apartase de aquella interpretación de la voluntad divina era calificado como hereje, así como hoy en día un sujeto de espíritu científico no vacila en tachar de metafísico a quien no se ajusta a su método. A pesar de las profundas diferencias entre el procedimiento medieval y la ciencia moderna, finalmente en uno y otro caso se busca custodiar una verdad que resulta evidente. Como se aprecia, aquí se obtiene un deslizamiento, ya no se trata de un conjunto de métodos y su eficacia, sino de la relación que cada cultura mantiene con la idea de lo verdadero y las imposiciones que de allí se derivan.
Ahora bien, ¿cómo puede matizarse el cientificismo, o lo que es lo mismo, la fascinación por la ciencia? Una vía es advertir los límites de la ciencia, incluso también su carácter no homogéneo en cuanto al método, lo cual nos lleva a hablar de las ciencias en plural. Otra vía, que justifica la referencia al período medieval, es constituir una serie temporal. Discriminar al menos dos modos de relación con la verdad nos permite introducir una pregunta cuya respuesta es aún enigmática, pero oportuna a los fines de facilitar un descentramiento: ¿cuál será el próximo criterio de legitimación del conocimiento en las épocas venideras? Es una pregunta que no siempre será bienvenida, del mismo modo que si a un enamorado le preguntásemos cuál será su próximo amor antes de que el encantamiento se rompa. Ciertamente es un ejercicio difícil pensar nuestro tiempo tomando distancia de las coordenadas simbólicas en las cuales estamos inmersos, pero no por ello menos necesario.
(*) Psicoanalista, docente y escritor.