Por María Vittori
Por María Vittori
Hay algo fascinante en la antigua historia romana y es que condensa en unos 300 años la esencia de la humanidad. Todo lo que ocurrió en el mundo en los siguientes 2000 años, todas las disputas, las pasiones, las triquiñuelas, las luchas por el poder, el esplendor y la decadencia; todo está ahí.
Una de las joyas que nos regala la Roma del siglo 100 a.C., es la célebre frase de Juvenal, quien escribió: "desde hace tiempo, este pueblo ha perdido su interés por la política, y si antes concedía mandos, haces, legiones, en fin todo, ahora deja hacer y sólo desea con avidez dos cosas: pan y juegos de circo".
Con su "panem et circenses", Juvenal apuntaba a la que por entonces se había convertido en una práctica habitual, según la cual algunos líderes proveían trigo gratis a los ciudadanos así como costosas representaciones circenses y otras formas de entretenimiento, para ganar popularidad y mantener tranquilas a las masas.
El festejo del aniversario de la ciudad de Santa Fe fue uno de esos momentos en los que quedó reflejada la vigencia de la sabiduría romana y la mediocridad en la que vivimos durante los últimos años.
Bajo la consigna de que "la gente necesita un momento de felicidad", la política local abocó como nunca antes sus recursos en organizar un evento que cumpliera con tal fin. Lo que uno intuye en el fondo es que quizás si nuestros políticos fueran serios, responsables y capaces, la gente no necesitaría "un momento de alegría" sino que estaría ocupada siendo ya feliz y progresando.
Tras días de inconvenientes y molestias, llegó la hora de un show que muchos describieron como histórico y espectacular. Obviamente no faltaron las discusiones sobre si el lugar era apto para semejante despliegue, ni las peleas entre los "ricachones privilegiados de Siete Jefes" y "todos los santafesinos que también somos dueños de la costanera y queremos asistir a una fiesta esperada y popular".
Pero resulta que esa noche, los vecinos de Siete Jefes fuimos testigos de un espectáculo aparte, tan brutal como indignante. Finalizado el recital, subidas las fotos de políticos sonrientes y realizados, una vez que todos se fueron, lo que quedó fue la verdad de esta sociedad que parece bailar azonzada en la cubierta del Titanic.
Siendo la una de la mañana, decenas de nenitos, no mayores de diez años, jugaban a ver quién juntaba más latitas del piso para luego poder venderlas y revolvían basura en busca de comida. Un chiquito comía un pedazo de pan de hamburguesa que había encontrado pisoteado en medio del asfalto mientras una nena gritaba de felicidad porque había encontrado sobras de helado en uno de los tachos de la vereda. Mientras tanto, las madres pedían a los barrenderos que les dieran unos minutos para juntar la mayor cantidad de cartones y papeles posible. Ni los tiros que se escuchaban de fondo lograron distraerlos de su tarea y todos volvieron a sus casas contentos con alguna bolsita.
Estamos de acuerdo en que ver a niños buscando comida en la basura, lamentablemente, se ha convertido en una postal representativa de nuestra Argentina. Nadie ha escapado del estupor por la muerte de un chiquito de 8 años hace pocos días en un basural de Paraná. Sin embargo, ver ese panorama al terminar una celebración tan ostentosa, en la que tanto políticos como ciudadanos despilfarraron jarana y risas a diestra y siniestra, resulta -al menos- obsceno.
Al día siguiente, con la imagen de los chiquitos aún en la retina, vimos a políticos hinchados de orgullo por la magnitud de la fiesta que habían organizado y estúpidamente ansiosos porque "ahora tenían 365 días para ponerse a organizar la siguiente". La indignación fue absoluta.
Ni un solo funcionario ni un solo periodista se preguntó acerca del monto y la oportunidad de semejante gasto. Unos pocos santafesinos en las redes sociales condenaron esa muestra absurda de opulencia en una ciudad que se hunde en el abandono. Otros tantos comentaban las fotos de los políticos preguntándoles qué festejaban y de qué se reían.
Algunos salieron en defensa del municipio, alegando que toda la fiesta y la infraestructura puesta a disposición fue pagada por Los Palmeras, en cuyo caso la pregunta sería la misma: ¿No hubiese sido mejor que Los Palmeras -que más que nadie conocen los años de esfuerzo que cuesta consagrarse- donen ese dinero a becas para artistas que viven en las villas, a comedores o escuelas de la ciudad? ¿De qué sirve quemar semejante cantidad de dinero en dos horas cuando lo que queda al final es la miseria de alimentarse de las sobras que arrojan al piso los invitados a la fiestita?
De nuevo, Juvenal. El pan y los juegos de circo. Postales aéreas de barcos y de 100 mil personas forrando cada centímetro de la costanera. Funcionarios abrazados y celebrando su gran logro. Y de fondo, la nada. El pan pisoteado, la mugre del circo y el silencio ciudadano roto a tiros.
Más allá del lugar en el que uno elija pararse dentro del agrietado y vetusto paisaje político actual, lo cierto es que deberíamos empezar a preguntarnos en qué momento perdimos nuestro derecho (y obligación) de cuestionar a las personas en cargo y levantar las varas en lo que a su tarea se refiere. En qué momento decidimos dejar de pensar y callar, y por qué aceptamos tan mansamente ignorar la realidad cuando nos ofrecen una promesa de felicidad pasajera. ¿Cómo llegamos al extremo de sentirnos agradecidos por migajas de un bienestar que de base es obligación de nuestros políticos proveernos al administrar correctamente un territorio que brinde seguridad, educación, oportunidades y trabajo para sus habitantes?
Queda claro que no solo tenemos los políticos que nos merecemos sino también que la política ha logrado consolidar el pueblo borrego que necesitaba para seguir existiendo. Y lo más humillante es ver que ni siquiera les costó trabajo.
Quizás tengamos que dejar de insultar al televisor y a los que se paran en la vereda de enfrente de la tan rentable grieta. Quizás la culpa de lo que pasa en este país no sea de "los ladrones de los kichneristas" ni de "Macri gato". Tal vez sea hora de terminar con la hipocresía y reconocer, como adultos, que todos somos responsables. Y usted, lector, también lo es.