Y pasó no más. A medianoche me llamó mi hija para decirme que el Gitano había muerto.
Y pasó no más. A medianoche me llamó mi hija para decirme que el Gitano había muerto.
¡Qué amargura!
Y yo de viaje, tan lejos de casa. Imposible llegar a tiempo para despedirme.
No debería haberme sorprendido, se veía venir, pero sí. Aun con tantas pérdidas recientes, no termino de acostumbrarme; el tiempo no excepciona. Siempre irrefutable, incapaz de distinguir entre los seres mágicos y los oscuros; entre sabios y forajidos. Entre los imprescindibles y el resto.
Ya no pude conciliar el sueño. Bajé la guardia y me entregué a la nostalgia.
Lo recordé mirándome condescendiente. Aquellos días, donde mi empeño insistía en pescar del océano de la intuición, algún relato o alguna frase creativa que oculté de la influencia malsana del de Aracataca y el anciano ciego, cuyas risas burlonas sentía replicando en mi conciencia ante cada fracaso. Seguro, vengativos por un nuevo intento de disimular el plagio.
Mirándome. Sugiriendo un nuevo intento, siempre optimista. Amoroso, entusiasta.
Reviví entre sueños nuestras eternas discusiones, al alba, sobre la inspiración. Sus persistentes intentos por alejarme a como dé lugar de las imágenes televisivas, de la luz eléctrica, del Internet, del barullo ocasionado por la música estridente y el juego revoltoso de mis hijos.
Más tarde que temprano, terminé comprendiendo su lógica. Al fin conseguí abstraerme, en ese momento surgieron los mejores relatos, no propios, sino hurtados de un rincón de la conciencia.
Entonces, recién entonces, me di cuenta que dejaba de ser un aficionado empeñado en mamarrachar cuadernos. Por un momento y para siempre me sentí artista, artista de las palabras y de las ideas. Escritor.
Aún recuerdo su cara complaciente cuando le mostré mi primer libro. Porque, diablos, no se lo dediqué, siempre me lo reprocharé. Al fin y al cabo, él era la prueba viva de la reencarnación, y yo escribía sobre el reencarnar. Sobre la magia de existir.
Ya casi amanecía, cinco y pico… La cama me deportaba.
Leí en algún lado que las musas y los unicornios se asoman en paisajes con cielos tempestuosos. Y yo estaba en modo nublado, acongojado, tan lejos de Santa Fe.
Me dispuse a escribir algo en soledad.
Seguro que, en el último momento, se habrá visto sorprendido por mi ausencia. Habrá preguntado por mí; no con arengas, las reservaba solo para nuestra intimidad, pero poco importaba, nunca necesitó de palabras, poseía los ojos más expresivos que llegué a conocer.
Sin duda mis hijos lo entendieron. Me habrán excusado, "papá está de viaje", "ya está viniendo", "esperalo, papá siempre te espera".
Sigo intentando escribir algo. Imposible organizar mis sentimientos, convertirlos en palabras como él me había enseñado. Es bastante posible que las musas y los unicornios estén de duelo, lejos de acá, en Santa Fe.
Querido Gitano, cuanta falta me vas a hacer. De acá en más, una eternidad de madrugadas solitarias. Y yo, frente a la hoja en blanco. Y yo frente a la hoja, en blanco.
Solo una frase ajena.
"Compañero del alma, compañero…" Robada de "Elegía" de Miguel Hernández.
Pensé en llamar a casa. Y lo hice…
- ¿Qué haces Pa, son las cinco y media? - Mi hija.
- ¿Cómo está el Gitano?
- Muerto, ya lo enterramos.
- Pero, ¿dónde? ¿Por qué tan rápido? ¿Quién lo enterró?...
- Pero, papá, era solo un perro.
¡Solo un perro!
Maldigo en un grito a la reina semántica; me cago en las palabras que etiquetan cosas, seres y sentires. Maldita prisión de los conceptos. Un perro… ¿Un perro?
El Gitano era mucho más que un perro. Y ya no es eso, ahora es otra cosa.