La imagen se refleja en el agua. Las líneas y los contornos se van disolviendo en el atardecer donde la espalda de una mujer se dibuja en el viento y es horizonte, tez desnuda amparando la mirada.
La imagen se refleja en el agua. Las líneas y los contornos se van disolviendo en el atardecer donde la espalda de una mujer se dibuja en el viento y es horizonte, tez desnuda amparando la mirada.
El ardiente sol del verano se columpia entre los cerros. El estanque es un placebo ante el aturdimiento sofocante del calor. Lentos movimientos difunden la reverberación infinita del cuerpo manso.
Como si fuera una escultura tallada en la intemperie, ella tiene la rústica suavidad de lo silvestre amalgamada a la dureza de la piedra. En el anonimato de las células se duplican indefinidamente sudores de trabajos, y deleites, vestigios de tormentas que quedaron sepultados bajo la porosa corteza de azúcar, y la elevan como un faro o una fortaleza.
Detrás de ese escudo blando laten esfuerzos y verdades, virtudes que perseveran en su destino y que dan flores a destiempo. Unas gotas rozan la superficie de la dermis y mojan los vuelos heridos, la vibración del abrazo que se fuga en un eco interior y remoto.
Los ojos del hombre contemplan ese itinerario indescifrable surgiendo en medio de la arboleda con hipnotismo de alucinación narcótica. El aire se electriza y condensa aromas de toronjil y de menta.
La figura se ondula en el líquido calmo y abre una hendija por donde escapan simbolismos y metáforas. En ese universo de sal y terciopelo se escurren desafíos para hundirse en la ternura y naufragar en la simiente del deseo.
Él está cautivo del inocente erotismo que desprende esa silueta. La ve completa y por instante cree que puede hasta adivinar sus pasiones.
La leve curvatura de la cintura puede trastocarse en tobogán de delirios y lujurias. El umbral del misterio va ahogándose voluptuoso en la espuma dulce de urgencias y fervores.
Una constelación de musgo y de mínimos lunares se funde en la carne y el abismo. La sensualidad tiene la sonoridad fluida del clamor diáfano mordiendo su pecado como un beso.
En el periplo de esa envoltura se pixelan sueños, llantos y suspiros, calados hasta los huesos. El imagina que a veces, ese espacio que desciende desde los hombros, conforma una pared donde se imprimen las ausencias, con la nuca rígida descampando adioses y finales.
Siente la masculinidad vibrar bajo la ropa, y la marea que hormiguea en sus dedos el anhelo de delinear en esa página, océanos de algas y de estrellas o quizás un territorio de promesas.
La cábala de la luz y del ocaso clausura las visiones.
Ella bebe su soledad sin sospechar que él la está observando, especulando entre sus miedos posibilidades de éxodos y acercamientos.
La eternidad se suspende en la fragilidad de ese segundo en que el paisaje inquietante de la piel germina con matices inesperados…
Todo el amor o todo el olvido.
Esas ganas de tocar la espalda de una mujer.