Mediodía gris. Las nubes manchan el cielo y la brisa fresca juega con los árboles como si el frío tuviera pereza en marcharse. Hoy la primavera está retobada y el sol no se atreve a contrariarla. Sin embargo mi casa conserva la tibieza del invierno. Los sonidos de la naturaleza llegan como un eco remoto rasgando la mudez del momento, invadiendo los ambientes de simplezas cotidianas. Apago la hornalla. La salsa humea en la cacerola desprendiendo perfumes de tomillo y ajo. Es el horario en que mi hija sale del colegio y tengo que ir a buscarla. Me coloco un abrigo liviano y parto sin prisas por la rústica calle circundada de verdores y de trinos. Mis huellas solitarias se confunden en la tierra con otros pasos errantes y desconocidos.
Bordeo la chacra de los Cárdenas. Don Braulio, sentado en un banco de madera, seguramente descansando después de una jornada laboriosa, me saluda cordial. Las gallinas cruzan los límites del alambrado, picoteando el suelo distraídamente. Mas adelante distingo a las ovejas pastando con sus crías. Algunas me miran curiosas, pero la mayoría se asusta y corre hacia el arroyo para seguir comiendo sin interrupciones inesperadas. El transporte escolar ya llegó a la última parada, el paralelo de 42°, la frontera entre Río Negro y Chubut. Siempre me causó un poco de gracia que de un saltito se pudiera pasar de una provincia a otra. En la Comarca, los límites geopolíticos resultan absurdos porque a pesar de haber varios pueblos, la gente convive con la practicidad de encontrar respuestas a sus necesidades en una variedad de lugares muy cercanos unos de otros. Nosotros, por ejemplo, vivimos en El Bolsón, pero Martina asiste a la escuela más próxima a nuestro hogar, situada en un paraje de Lago Puelo.
Desde lejos la veo, hermosa, con su pelo suelto y esa alegría que encandila las flores del camino, alfombrado de pétalos blancos a causa de las auras matinales. Corre hacia mí, y me abraza. Regresamos despacio, charlando, mientras saboreamos el reencuentro. Disfruto de su desborde de energía que comienza a regularse a medida que avanzamos, y le voy preguntando cómo le fue con matemáticas, si se divirtió en los recreos, si tiene tarea. Me cuenta que las sumas estuvieron geniales, que hablaron sobre las vicuñas y que su amigo, que está enamorado de una compañerita que tienen desde jardín y que a causa de un viaje no está asistiendo a clases, le escribió cartas a otra nena.
- A veces, los hombres son cambiantes, le explico, y un poco pícaros. ¿A vos, te gusta alguien? Indago con cuidado.
- ¡Tengo 8 años, soy muy chiquita para eso, Ma! Responde segura.
Sonrío. Alguna vez fui como ella, madura e inocente. Recordar las primeras desilusiones, las ganas de llorar reprimidas por orgullo, los afectos traspapelados, me hace suspirar. Los espejos rotos de la infancia dejaron cicatrices. Algunos quereres se fueron esfumando, como la fragancia de los jazmines en el florero de mi abuela.
Contemplo a mi pequeña, feliz y traviesa, y quisiera ampararla de las decepciones que podrían empañar esos ojos chispeantes y atrevidos. Me quedo pensativa. Una leve tristeza me raspa la garganta. El trayecto se vuelve empinado en el tramo final y la respiración se torna agitada. Seguimos en silencio, y como está cansada, me pongo su mochila al hombro.
- ¿Sabés que me pasó? Pregunta de repente. Hicimos plantines y me robaron la maceta con mi semilla. Yo le había puesto mucho cariño cuando la enterré y la regué. La dejé al lado de mis cosas, cuando jugaba en el patio y alguien se la llevó. ¡Eso no se hace!
- ¿Y que habías sembrado?
- Florcita de malva, Ma. Voy a tener que pedirle a la Seño de Huerta más semillas.
- Me parece muy bien. En el bosque hay muchas hierbas, pero esa no, y tiene muchas propiedades medicinales. Y pensá que el amor que pusiste en lo que hiciste, va germinar y le va a dar bienestar a alguien, aunque se haya equivocado.
Noto que su rostro se suaviza. Ahora trato de ayudarla a comprender las circunstancias y de guiarla para que pueda reaccionar con integridad frente a las adversidades, pero confío en que su buen corazón siempre la va a orientar hacia las respuestas adecuadas.
Llegamos a la tranquera. Tornado simula esperarnos, sentado sobre un tronco de ciprés. Ella lo toma en brazos y lo acurruca hasta que lo escucha maullar, y ríe. Desde el viejo coihue nos observa un pitío. Amigo ladra contento. Entre las hojas se desliza un rayo de luz como pidiendo permiso. Hay en el aire sacramentos de dulzuras y añoranzas.
Observo a mi pequeña y mis latidos apresuran su ritmo emocionado, haciendo cosquillas en los límites de mi cuerpo. Me conmueve su ingenuidad y pureza, sus convicciones acerca de la magia de la vida aunque los demás la quieran persuadir que no existen esos seres que su imaginación adora, como el ratón Pérez o los unicornios.
Voy a calentar la comida para el almuerzo. Ella prende la tele y se entretiene mirando "Las aventuras de Tom y Jerry", como lo hacía yo a su edad. Sus carcajadas me acompañan al poner la mesa. La memoria juega con los caracoleos del tiempo… A pesar de las ausencias, de las heridas, de todas las batallas ganadas y perdidas, sigo creyendo que el amor puede cambiar la realidad, la existencia, el mundo, el universo. Ojalá sea verdad.