Bárbara Korol
Bárbara Korol
Abro la puerta del puesto sanitario y saludo. La secretaria me contesta amable y me invita a acercarme al calefactor. Afuera hace un frío que duele en los huesos y te deja tartamuda. El lugar es pequeño y acogedor. En el recibidor, que solo cuenta con tres sillas, se encuentra una joven embarazada y un señor mayor. Son las 10 y tengo turno con la doctora García a las 10:30. El enfermero, que está en un recinto contiguo, me hace pasar para tomar la tensión arterial y el ritmo cardíaco, un protocolo que se realiza con cada paciente antes de entrar a la consulta. Mientras realiza el control, conversamos sobre el estado de las calles del pueblo, lo difícil que se torna manejar y que seguramente habrá una situación peor con la llegada del turismo en unos meses. Al terminar, dice que me veo regia, no parece que estoy pisando los 50. Le regalo una sonrisa despampanante porque sé que es verdad. Escucho mi nombre resonando en el pasillo estrecho y me dirijo al consultorio. La médica me da un beso y me pregunta si ya me hice todos los estudios. Se los entrego contenta.
-Creo que está todo bien, comento tranquila.
Ella comienza a revisar los exámenes. Veo que frunce el ceño. Marca con una lapicera el porcentaje del azúcar.
-Ahí dice que está en los parámetros establecidos, digo con inocencia, recordando los potes de dulce de leche que me bajé este mes.
-Estos datos son obsoletos, afirma, mostrándome los estándares del laboratorio.
Después de un silencio incomodo, agrega con un tono cariñoso similar al de una maestra jardinera,
-Hay que empezar a regular el consumo de algunos alimentos para lograr disminuir la cantidad de hidratos de carbono. Tenés que ir eliminando el azúcar y las harinas de tu dieta y también el alcohol.
Una lucecita de alerta se enciende en mi interior… pienso que sugerir la abstinencia de helados y chocolates, la pizza de los fines de semana y la copa de vino con el asado debería considerarse un pecado capital.
La mujer me escudriña con sincera preocupación. Su trato esmerado, íntimo y cordial me obliga a atender sus consejos. Antes de despedirme, avisa que en la próxima entrevista va a pedir un conteo de minerales. Deseo huir rápidamente. Tengo miedo de terminar comiendo solo pasto como las vacas.
Salgo del centro de salubridad con una leve sensación de inquietud. Es cierto que tengo mis años, pero a pesar de un dolor en la columna que me tortura muy rara vez, me mantengo bastante jovial. Una sombra de incertidumbre se escurre por el resquicio de mis pensamientos. Considero extraño que los bioquímicos coloquen patrones incorrectos en los análisis. Busco en la cartera las llaves del auto y ya protegida del viento helado que fluye desde el Piltriquitrón y se florea por el valle, me coloco los anteojos. Sin ellos, las letras se escapan, bailarinas, de mi vista. Investigo con el celular la información que "San Google" tenga al respecto. Los valores coinciden con los dados por el laboratorio en mi muestra. Decido mandarle un mensaje a mi hermana, que vive en Mar del Plata, para sacarme las dudas. Durante mucho tiempo se dedicó a la medicina clínica y aunque ahora se concentra en los problemas de la piel, para mí es la fuente mas confiable en cuestiones de salud. Ella me serena… confirma que los resultados están dentro de rangos normales, y puedo seguir comiendo postres y pastas sin cometer excesos. Respiro aliviada. Los profesionales de zonas rurales a veces son demasiado protectores y exageran.
Enciendo el motor y me dirijo por la ruta hacia el supermercado. Estaciono en la entrada. Intento apurarme porque ya es casi mediodía y tengo que preparar el almuerzo para mi hija. Busco los productos que hacen falta en mi casa y antes de pasar por la caja, me detengo en la góndola de los dulces. Tomo mi frasco favorito con alegría y le susurro enamorada…
- ¿Qué sería de mí sin vos?
Miro hacia los costados para verificar que no hay nadie que pueda atestiguar que estoy loca y voy a pagar mi compra sintiéndome francamente feliz.