Me enamoré la primera vez que la distinguí detrás del vidrio. Era una mañana fresca de otoño, linda para andar con el gorro hasta las orejas y la bufanda entibiando el cuello con su caricia de lana suave. Yo caminaba distraída, un poco triste por la desilusión y el hastío. Un hombre me dolía en el corazón como esas espinas diminutas que cuesta sacar. Y de repente la vi. Parecía estar sentada, concentrada en algo. Su pelo largo se deslizaba por el hombro y su piel diáfana lucía el encanto sutil de la flor del durazno. La madurez se vislumbraba no solo en la serenidad de algunas pocas arrugas sino también en el gesto dulce de su boca. Tenía la frente inclinada levemente hacia abajo. Tal vez leía un libro o bordaba un mantel. Su casa era moderna, con grandes ventanales y un jardín acotado donde coqueteaban las margaritas y los rosales.
Casi por impulso natural, saqué mi teléfono, tomé una foto y seguí por la vereda con su perfil envolviendo mis pensamientos, inquietando mis latidos.
Soy fotógrafa, y mi especialidad es hacer tomas monocromáticas. Me gusta percibir la esencia de lo que me rodea sin la saturación del color. En lo cotidiano me emocionan cosas simples, como una sonrisa franca, una palabra inesperada que escucho al pasar, el movimiento en el aire de una mano al saludar o la profundidad de una mirada. Por eso en principio creí que mi ojo había captado la singularidad de un momento y me obsesionaba regresar a él. Así que transité esas viejas baldosas de pueblo, intentando reencontrar la imagen que me había cautivado.
Algunos meses después, la descubrí nuevamente en la ventana, pero el cuadro era diferente. Llevaba un pañuelo en la cabeza y tenía un aspecto frágil, hermoso y mustio. Estaba pensativa, sumergida en un abismo, completamente ajena a mi presencia del otro lado del cristal. Robé su retrato como si quisiera también absorber el germen perfecto de su gracia. Sentí en mi pecho una pena tan honda que estuve a punto de golpear la puerta para poder abrazarla. Sin embargo, no me atreví. ¿Cómo iba a explicarle que la amaba sin conocerla como si fuera un espejismo milagroso?
El tiempo transcurrió implacable y a pesar de que ella poblaba los recovecos más recónditos de mi alma, no volví a verla. Muchas veces recorrí esa calle con la esperanza brillando en mis pupilas, hasta que un día a fines de primavera noté que las cortinas estaban cerradas. Un presagio de ausencia parecía demorarse en las plantas que no se animaban a florecer. Había algo de melancolía y soledad impregnando las paredes de ladrillo y tuve ganas de llorar.
Ella jamás sospechó la huella silenciosa que dejó en mi vida. Y yo aun no consigo discernir como su espíritu se coló en las grietas de mi intimidad y conmovió mis raíces. Guardé su rostro y la magia de su luz para que, como una antigua visión, todo su misterio se despierte sobre el papel con matices variados en blanco y en negro. Bella y clara la conservo en mi memoria, y algunas noches, en que me reprocho no poder nombrarla, beso su recuerdo antes de dormir.