En la sala de espera solamente había un anciano y dos mujeres maduras conversando animadamente. Los minutos trascurrían con aburrida monotonía y yo lamentaba no haber llevado un libro. Luego de un rato, que me pareció interminable, por el pasillo vi venir al esbelto y elegante dermatólogo, de rimbombante apellido francés. Se aproximaba con paso tranquilo, como si la demora hubiera sido un acto de cortesía, y pude apreciar que su semblante tenía algo de niño, una ingenuidad enmascarada o algo de picardía en los ojos. Quizás es atractivo, pensé. Me saludó por mi nombre –en un pueblo todos se conocen- y me hizo pasar al laboratorio. Me dio un beso, amable, como si fuéramos amigos y cerró la puerta con llave. Me explicó que iba a sacar unas muestras de células epiteliales para ver que tipo de erupción me estaba aquejando y con cuidado, raspó un poco mi muñeca y puso el material traslucido en un cristal. Después levantó un poco mi blusa blanca y examinó los contornos rojizos con detenimiento. Suavemente me desprendió el botón del pantalón y dobló el borde de tela. Un incómodo pudor arrebató mis sentidos ante este gesto inusitado e íntimo.
Concentrado, el especialista, comenzó a remover las escamas diminutas que estaban a un costado de mi cadera. Entonces recordé el comentario de una amiga sobre los gustos particularmente exhibicionistas del doctor y se me escapó la risa como un cascabeleo inesperado. Él levantó sus pupilas oscuras, desconcertado y me preguntó si estaba bien. Con ligero descaro femenino mentí que sus dedos al rozar la piel me habían hecho cosquillas. Unos instantes después, terminó su labor y me recomendó buscar el resultado al finalizar la semana. Al marcharme no conseguía dejar de cavilar sobre esos rumores y rememoré la primera vez que me encontré con la anatomía de un señor abruptamente. Vivía en una de las ciudades más lindas del Litoral y me gustaba deambular por los barrios tradicionales y admirar la arquitectura de las viejas casas y las iglesias. Tenía 15 o 16 años, y el colegio al que concurría estaba situado en una zona con bastante historia, cercana a un molino que había pertenecido a una familia importante, al diario y a la Universidad. Me sentía segura en ese espacio conocido, donde todo tenía un orden rutinario e ideal.
Una mañana, al bajar del colectivo me sorprendió un desconocido, en una esquina sombría, abriendo su piloto y mostrándome toda su obscenidad. La claridad se demoraba, y la calle estaba desierta. El miedo me sacudió por completo y ¡salí espantada! Ese momento no se borró jamás de mi memoria. Recorriendo las veredas irregulares del pequeño poblado me pregunté si el hombre que hoy me había atendido en el consultorio, en apariencia tan correcto y cordial, escondería una oscura perversión bajo su encanto. La jornada mantuvo su ritmo tranquilo entre los quehaceres domésticos y el trabajo en la panadería que estaba frente al hospital. Justo antes de la hora de cierre, cuando apagaba las luces posteriores del comercio, entró el médico, con su simpatía habitual, y compró masitas secas y sconnes. Mientras preparaba la bandeja logré percibir su interés sobre mi, y un dulce escalofrío recorrió mis venas. ¿Serían ciertas las versiones sobre sus inclinaciones privadas? Al despedirse, noté un brillo aterciopelado en su voz, un vestigio de insolente malicia como una caricia solapada. La curiosidad asaltó mis pensamientos nuevamente y me murmuraba una idea peligrosa con osada tenacidad. Llegué cansada a mi casa, con el único deseo de dormir y acallar las voces contradictorias que replicaban en mi mente la inocencia de una travesura casual y miles de argumentos disuasorios.
Al día siguiente me levanté muy temprano y salí a correr por la ruta que lleva al lago. El sol estaba trepando el cerro y la brisa fresca difundía el aroma a lavanda que despertaba en los canteros. Dejé atrás algunos negocios, que aun no abrían sus persianas y me fui acercando a la curva donde estaba enclavado un departamento con grandes ventanales. Sabía que él vivía allí. Una agitación mordaz irrumpió en mi pecho cuando levanté la vista y lo divisé, parado tras el vidrio, descubriendo su total intimidad. Un súbito ardor enmascaró mi cuerpo y el rubor de la vergüenza se fue apoderando de mis mejillas. Interiormente me recriminé haber caído en su trampa carnal. Intenté seguir trotando, pero me tropecé nerviosa y volví a mirarlo con enojo. Él estaba disfrutando mi turbada inquietud. Desnudo crecía su lujuria y su cinismo, y en su rostro se dibujaba una leve sonrisa que desbordaba placer.