La noche lentamente va escondiendo el brillo de sus constelaciones. El sueño ha desaparecido misteriosamente. Dejo a mi hija dormida en los brazos de su padre y me levanto a tomar unos mates. Esta mañana de domingo tiene una frescura exquisita. La alegría de los pájaros estalla en la luminosidad del cielo. Con mi termo rojo bajo el brazo salgo a caminar por el sendero polvoriento y florido. Este será un verano seco en la comarca. Las matas de retama perfuman mi mirada con sus amarillas estridencias mientras los pañiles aun no se atreven a mostrar sus colmenares naranjas.
Incertidumbres lejanas ronronean en mi alma como el meloso sonido de Isuzu, uno de mis gatos pequeños, cuando viene a mi lado en busca de cariño. Me pregunto cómo me ve la gente que no me ve, cómo hace para reconocerme detrás de la bruma del tiempo y la distancia. ¿Se pueden adivinar las luces y las sombras, las tristezas y las dichas, los momentos, las vivencias, los anhelos, de alguien que está a demasiados kilómetros? Unos manzanos cargados de retoños níveos con matices rosas almibaran el retorno de mi breve paseo por el bosque. Covid, el cachorro de un vecino, al que estoy curando de una herida que pudo ser mortal, viene a mi encuentro moviendo la cola. Su carita blanca con diminutas manchas negras y sus ojos cargados de olvido me conmueven el alma. Lo abrazo contenta porque percibo que está mejorando. Me lo llevo conmigo para darle su antibiótico, desinfectarlo y ponerle un poco de azúcar en la piel lastimada. Luego lo despido con caricias, hasta el anochecer.
La paz de mi casa invita a renovar el mate. Pienso en mis afectos, que no comprenden mi manera de vivir, de pensar, de sentir. Tengo fe en el amor que persevera; que ameniza las amarguras y que llena mis desiertos con perdones y ternuras; que me bendice como las lluvias estivales en la cordillera. La esperanza amanece en mí como el dulce querer de una zamba. La suave brisa trae aromas lejanos que me pueblan de recuerdos. Entre los maquis frondosos el zumbido constante de las abejas provoca en mis labios evocaciones de las mieles silvestres de la infancia. La alegría va trepando por mis venas y me sopla una sonrisa en pleno rostro. Esta es la vida que elegí. Y no me arrepiento.