Levanto la mesa. Coloco los platos en la pileta y vuelvo al jardín. El sol de fines de agosto expande su promesa de una primavera fecunda. El tomillo tiene un despertar de flores y me sorprende la discreta arrogancia del rosal al lucir sus pequeñas hojuelas rojizas. Me siento a disfrutar de los albores de la siesta y de la última copa de vino, con él. Jugando con la transparencia del cristal, el líquido púrpura y voluptuoso derrama sus misterios embrujando los sentidos. El tiempo queda suspendido en los matices de su voz, suave, pero firme, impregnando sutilmente las hebras del silencio. Miro su boca. Sus labios encadenan cada letra con geométrica precisión, dibujando los sonidos. Mi mente va penetrando lentamente por esa húmeda cavidad añorando la tibieza de un gesto de amor. Ya no nos besamos tanto, y es una pena, reflexiono con nostalgia. Lo escucho pero intento volver a mí, despegarme del influjo seductor que arrastra mis pensamientos a la oquedad de su garganta. Parpadeo, consciente de la eternidad que se fragmenta en ese segundo de oscuridad.
La conversación se va apagando. La lengua se aletarga en una pausa que aprovecho para anunciar que voy a terminar de ordenar la cocina. Me llevo las copas y la botella de cabernet con poco menos de la mitad. Después de limpiar, corto una porción de torta de ricota, busco un libro y salgo a preguntarle si necesita algo. Está sentado en la hamaca grande, absorto entre el verdor de los árboles y el vaivén del aire. Hay algo de niño que me enternece en el ligero balanceo de su cuerpo apoyado en el banco de ciprés. Decido no molestarlo y me dirijo a la galería, que está en el ala oeste de la casa. Desde el blanco sillón puedo apreciar el paisaje… el maqui que se enreda a los maitenes, un ñire con sus brotes incipientes, los helechos desplegando su soberanía de pigmentada frescura y la silueta de los cerros rompiendo el horizonte.
Abro la atractiva tapa y busco la primera página. Mis dedos acarician el papel y me dejo hipnotizar por la tinta que comienza a empañarse en los laberintos de una historia. Cruzo el umbral de lo real y me transporto a esa dimensión tiznada de quimeras e incertidumbres que se va desentrañando en el itinerario de la lectura. Las horas pasan y la serenidad comienza a punzar mi conciencia. Abandono el placer con desgano. Entro y me sirvo agua en un vaso. Luego me asomo a la puerta. Desde lejos percibo el oscilante movimiento de la madera vacante que pende de las cuerdas. Imagino que él fue a caminar por el bosque y retorno sin culpa, a la novela. El ritmo cauteloso de la ficción se va apoderando nuevamente de mi voluntad y me cautiva sin que mis pupilas se resistan.
Parece que hubiera transcurrido un instante, sin embargo, las señales del crepúsculo son evidentes. Los acontecimientos ficticios no quieren soltarme, pero guardo el libro en la biblioteca y salgo a buscar a mi compañero extrañada de no haber tenido noticias suyas en toda la tarde. Camino hacia el invernadero, pero no lo veo. Tampoco lo diviso en proximidades al estanque. Recorro la hectárea completa de vegetación nativa sin encontrarlo. Vuelvo sobre mis pasos. Entro a la sala y constato que junto al televisor están las llaves de la camioneta, la billetera y el celular. La ansiedad empieza a hacerme cosquillas en la nuca. ¿Dónde puede haber ido? Busco mi teléfono y pulso el número del vecino. Contesta que hace días que no sabe nada de él. Está oscureciendo y la intranquilidad me agobia. Salgo a la noche y lo llamo. Su nombre tiembla en mis cuerdas vocales con desolada perturbación. Hay mil estrellas oyendo mi clamor. Un mutismo profundo gobierna la intemperie y tengo ganas de llorar.
Hace frío. Regreso al interior, y alimento la estufa. Una fuerte congoja me oprime el estómago. Prendo todas las luces y me acuesto esperando su regreso. Me duele ese inesperado espacio vacío. Siento la piel helada de mis piernas y me acurruco bajo la manta. Mi respiración tropieza con el insomnio desesperado de la ausencia y musito un ruego breve y consternado. Mi corazón late nervioso e impaciente y me cuesta dormir. Cuando las penumbras despuntan un olor a perpetuidad, el amanecer se vislumbra en la ventana iluminando mi soledad. Me levanto agotada. Preparo un café bien fuerte para darme ánimos pero un presagio me acecha con el filo de la duda. Afuera, los perros aúllan desamparos desconocidos. La claridad va ganando la arboleda y la mañana se va entibiando lentamente.
Tengo miedo. Hace más de veinte años que estamos juntos y jamás había desaparecido de esta manera. Decido dar un paseo por la chacra para intentar descubrir algún indicio. Envuelvo mis hombros con un saco de lana beige para mitigar el escalofrío que estremece mi alma. Mis pies andan con minuciosa cautela por los tréboles aun mojados de rocío. Entonces mis ojos captan su imagen exactamente en la misma actitud distraída, oscilándose sobre la hamaca, en que lo contemplaron por última vez. Me acerco perpleja. Tiene el pelo castaño un poco revuelto y su ropa luce rastros de suciedad. Me agacho para tocarle la cara. Un rictus confuso cruza su semblante, y quizás un leve espanto. Siento las lágrimas irrumpiendo mis facciones. Suspiro, sin comprender. Hay un abismo insondable en su mirada mientras observa sus manos, cubiertas de polvo y de sangre, y un gemido aterrador se derrama sobre el pasto.