Enrique Cruz (h)
Puede que no sea la voz más autorizada aunque me pregunto: ¿quién está en condiciones de decir con certeza lo contrario?. Digo que puede ser que no sea la voz más autorizada, porque con 49 años voy a hablar de cosas que me contaron, que investigué, que leí pero no las viví. De todos modos, así es la historia. O así se cuenta, mejor dicho. Nadie puede vivir todo desde adentro.
Unión es un club en el que las divisiones y las fracturas internas signaron su recorrido. Hace décadas, el club se destacó porque en los peores momentos aparecían los hombres más reconocidos (se los denominó “popes”) a aportar lo que era necesario, empezando por dinero, para solucionar la situación.
Corral, Baldi, Veglia, Neme, por un lado; Malvicino, Serrao, Capello, Ulla, por el otro. Había una división muy clara, inclusive llevada a la opinión pública en forma de varias solicitadas que aparecieron en El Litoral allá por la década del ’70. Lo único que los unía era el amor tremendo de todos por Unión. Los desunían los métodos, las formas, las ambiciones de poder, o sea, aquellas cuestiones personales que suelen dividirnos a los hombres.
Antes, los Casabianca o los Iparraguirre habrán sufrido lo mismo; o quizás hayan sido partícipes de lo mismo. No los cuestiono. Sería una irrespetuosidad. Fueron, todos ellos, grandes dirigentes, enormes, hombres de generosidad incalculable, invalorable e indiscutida.
Que un presidente se enfrente con un vicepresidente tampoco es algo que resulte inédito en Unión. No hace mucho pasó, en la comisión directiva de Juan Vega, cuando hubo una ruptura con Rubén Decoud. Y así podríamos mencionar una gran cantidad de casos, a través del tiempo, siempre con un común denominador: cuando Unión los necesitó, en situaciones extremas, acudieron a la cita y llegaron a acuerdos temporarios para salvar a la institución. Hoy, los tiempos han cambiado y son pocos los que quedan —o casi nadie— de aquellas camadas de dirigentes.
Si la situación se puede solucionar para que ambos sigan, no lo sé. Si el arreglo es que alguno se vaya, tampoco. Más todavía, pienso que Unión los necesita. A los dos y a todos los dirigentes y también a los que desde afuera pueden aportar su granito de arena, que no son pocos.
Por allí, la voz sabia y serena de un hombre como Avilé (p.) o Serrichio, los síndicos, podrían hacerlos reflexionar. El club no es un espacio de poder para que algún hombre pretenda atesorarlo. El club es propiedad de miles de socios, que les han dado un mandato más allá de que esta comisión directiva asumió sin la necesidad de una elección, por la renuncia anticipada de la anterior.
Spahn y Molina no se pueden equivocar, deben pensar en Unión y no en intereses personales. No pueden plantearlo como una lucha de poderes. Ninguno es dueño del éxito ni el padre del ascenso. Unión supera a cualquier dirigente, jugador o entrenador. Spahn es muy importante hasta por su aporte económico, vital para sostener con vida a la institución. Molina comandó, desde lo dirigencial, la campaña de este equipo que ascendió. Pero no fueron los únicos, todos ayudaron, cada uno desde su lugar. Y todos festejaron, aunque ahora tengan los músculos tensos, dientes apretados y el plan de acción preparado.