Por Jorge Bello
Por Jorge Bello
En un descuido, la bebé, de once meses casi doce, se llevó la mano a la cabeza, se arrancó uno de los dos clips que su madre acababa de ponerle, se lo llevó a la boca, como suelen hacer los bebés, y se lo tragó.
Se lo tragó con un gesto de desagrado. Cuando la mamá se dio cuenta, un segundo después, ya era tarde, demasiado tarde porque la pequeña ya no tenía nada en la boca. Tuvo, al menos, la buena idea de sacarle el otro clip, también de metal, también de color rosado.
Mientras tanto, el clip bajaba rápidamente por el esófago de la bebé, y llegaba así hasta el estómago, y allí entró, y allí se quedó. Suerte tuvo, porque el clip hubiera podido quedar atrapado en el fondo de la garganta, o quedar encallado en la mitad del esófago, justo detrás del corazón, y en cualquiera de estos dos casos la situación hubiera sido aún peor. Y porque el clip estaba cerrado, porque si hubiera estado abierto, mejor no imaginar qué hubiese pasado.
La abuela también estaba en casa, pero tampoco vio el peligro de dos clips en el pelo de la nieta. Llevaron la bebé al centro de salud. Allí la atendió primero una enfermera y luego el médico, y ninguno de los dos cayó en la tentación de hacerles un comentario de culpa. Errar es humano, rectificar es de sabios. El médico puso la bebé en la camilla y la miró, primero sentada. Luego, acostada, le palpó la barriga.
La radiografía está fechada dos horas después, y allí se ve bien que el clip está en el estómago. Con la punta, roma, hacia arriba, y la base hacia abajo, y afilados los bordes metálicos. Fácil era imaginarse que le sería difícil, al clip, salir de allí. Al menos sin dañarle a la nena las delicadas estructuras internas. No obstante, la propuesta fue esperar, y observar.
Nadie adorne nunca más la cabeza de un bebé con clips de colores, ni con nada similar. Nadie ponga nunca un objeto pequeño al alcance de un niño. Los niños pueden tragarse incluso aquello que parece imposible de tragar. Y las cosas pasan, precisamente, cuando se piensa que nada puede pasar.
A partir de aquella tarde de martes, las cacas de la pequeña fueron objeto de un observar minucioso. Con todo primor buscaban allí lo que se había visto lejos, en el estómago. La enfermera había recomendado continuar cada mediodía con puré de verduras con un trozo pequeño de pollo, carne o pescado. Y puré de frutas, o manzana o pera ralladas, o banana pisada, para merendar. Y la leche, mejor si fuera de pecho. El médico comentó que una diarrea sería un riesgo aún mayor.
No había nada más que hacer, y la madre y la abuela volvieron a casa con la incertidumbre de tener que esperar, y ver qué pasa. Esperar es a veces la opción que menos se entiende, o no se quiere entender, pero es la mejor opción para un niño, en ciertos casos, pero no en todos.
Al otro día, la enfermera del centro de salud llamó por teléfono a la madre para preguntarle por la bebé, si había alguna novedad. Al día siguiente llamó el médico, y tampoco había ninguna novedad. El clip, mientras tanto, inmerso en los viscosos líquidos intestinales, viajaba por el intestino delgado, que es delgado, largo, lleno de curvas y contracurvas.
Tercer día. El clip ya estaría en el intestino grueso, que en un bebé no es más grueso que un dedo. Envuelto por unas materias en formación, resbaladizas y de consistencia cremosa, el clip viajaría impulsado por el músculo intestinal. Aquí y allí, al pasar, el clip provocaría la producción de moco intestinal, y entre estos mocos y las cacas semi-líquidas se conseguiría, tal vez, el milagro de no hacer daño.
Fue al cuarto día, a la hora de la siesta. En la calle, en el barrio, todos comentaban el tema sin decirles nada, y nunca tanta gente estuvo pendiente de las cacas de un bebé.
La bebé dormía. La abuela y la madre, en cambio, devoradas por la incertidumbre y por la culpa, casi que no dormían desde entonces. La niña se despertó de pronto con un movimiento extraño, efímero, que alertó a su madre. La niña no llegó a gritar, ni tan solo rompió a llorar.
Fue un gesto frío, filoso, una actitud de sorpresa, la boca abierta, la cara pálida, una sensación de corte que se superpuso a ciertos ruidos ventosos, primero, y torrentosos, después. La niña lo supo entonces, pero la madre tuvo que verlo. Y la abuela miraba, con taquicardia, la escena sin atreverse a nada.
Le abrió el pañal. Y allí, en un mar de cacas color mostaza, como una crema de calabaza, cacas viscosas, protectoras, envolventes, allí estaba, sucio. La madre lo tocó como quien quiere asegurarse, y se aseguró. La niña entonces reclamó con un lloro magnífico la fruta de media tarde, o al menos la mamadera. Y la abuela salió corriendo hacia la cocina.