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Después de quince años regresaba a la ciudad de su juventud.Volvīa más viejo y más cansado.En el hotel se preguntó si ese retorno tenía alguna importancia. El balance era modesto.Solo dos personas lo esperaban: una mujer que alguna vez amó y un hombre que había prometido matarlo.
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Fueron muy amigos. Los separó una mujer. Se odiaron hasta desearse la muerte. Cuando la mujer se fue con otro se siguieron odiando. Y así fue hasta el día que a uno lo abatió el cáncer. Estaba solo en el hospital, pero al momento de morir el viejo amigo fue su exclusiva compañía.
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Regresé al bar de mis años de estudiante.Todo estaba igual, pero los cambios imperceptibles eran definitivos. Me miré en el espejo y apenas alcancé a reconocerme. Escuché su risa. La de siempre. No era una risa burlona, era la risa de un hombre triste que se esfuerza por celebrar la alegría y de un hombre capaz de reírse sabiendo que la risa nada tiene que ver con la felicidad, por más que yo supiera que con ese hombre alguna vez fui feliz como nunca lo fui con otro. Me retiré del bar agobiada por los remordimientos .
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Recorremos los pueblos del norte de la provincia en un auto sin papeles y con el baúl cargado de cajas de cigarrillos robadas. Mal no nos va. Vendemos a comerciantes que no desconocen el origen del producto. A la tarde jugamos a las cartas en algún bar y habitualmente desplumamos a los veteranos que aceptan el desafío. Después de medianoche tomamos unas copas en uno de los cabaret que suelen estar al costado de la ruta. Ahora pasamos frente a una sala de cine y veo que la película de la cartelera se titula: "Disparen sobre el pianista". Recuerdo que esa novela me la regaló tío Luis, el hombre que me acercó a la literatura y al ajedrez. A mi amigo Diego le digo que esa noche en lugar de ir al prostíbulo, prefiero ir al cine. No entiende nada ni dice nada. Bajo del auto, pero al cine no me dejan entrar porque soy menor de edad. Regreso al hotel, me acuesto e intento leer un cuento de Cortázar.
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Ella le dijo que por amor a él estaba dispuesta a mentir, a robar y a matar. Se olvidó de decirle que también por él estaba dispuesta a morir. Esa verdad él la supo cuando pudo exiliarse porque ella, a pesar de la tortura y sin compartir su causa, no habló.
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Ella le pide a él que no tome más whisky. Él suspira, aparta el vaso y dice: "Puedo evitarlo". Conversan. Su tratamiento sobre el alcoholismo, va bien. Hablan de libros, de música. Ella le paga al mozo, pero cuando se paran él tiene el pantalón mojado con orina. "Mi amor", exclama ella algo desconsolada. "No puedo evitarlo", responde él.
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Quería viajar solo, pero Ana insistió en venir con su hijo. Intenté convencerla de que luego de su problema con la marihuana, no era aconsejable que nos vieran juntos. Pero no fue posible. Ella sabía que los papeles del auto no estaban en regla y que mi situación legal era algo complicada, pero insistió en venir porque su ex marido acababa de salir de la cárcel.
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Dormía en la calle o en la playa acompañado del rumor del mar. El pueblo se había acostumbrado a ese borracho que peregrinaba de bar en bar. Los viejos hablaban de un naufragio y cuarenta marineros ahogados. Fue el único sobreviviente. Lo demás remitía a la culpa y al miedo.
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Porque mi parecido con un jefe narco era perfecto, fui obligado a asumir ese rol. En otro momento fui doble agente. En las idas y venidas, fui un canalla, un héroe; un tramposo, un amigo leal. Pero lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, lo hice por amor a ella..Y no me arrepiento.
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Llego a Córdoba en marzo y llamo por teléfono a un amigo. Me contesta una voz de mujer: "Tu amigo murió la semana pasada...lo mataron". Un mes después leo que mi amigo murió en un accidente ocurrido en abril. ¿Quién murió en marzo? ¿Quién fue la mujer que atendió el teléfono?
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Intentó convencernos de que con su esposa se portó como un canalla.Que fue injusto, irascible, malo. Nosotros sabíamos que mentía. Que él la adoraba y que ella lo traicionó. Después, mucho después, supimos de la muerte de ella y empezamos a sospechar quién podía ser el asesino.
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Mi amiga estaba recuperándose de una intervención quirúrgica cuyo nombre no es correcto decir. La fui a visitar a su casa, pero cuando me retiré estaba furiosa. En la mesa de luz, al lado de su cama, había un paquete de cigarrillos y un encendedor, el mismo que hace dos años le había regalado a mi ex marido.
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Cuando murió Roque, mi mujer y yo decidimos ir al velorio. Viajamos más de 300 kilómetros pero llegamos a tiempo. Roque fue uno de los tipos más importantes del pueblo, pero cuando murió estaba solo. Nunca se pudo recuperar del abandono de aquella novia que ahora era mi esposa.
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Para la época en la que me dejó mi mujer, papá me pidió que lo acompañara a Mendoza porque, según me confió, la mujer que más había amado en su vida,se estaba muriendo.Cuando llegamos,su hermano nos dijo que había muerto. Regresamos al otro día. Para esa época yo retorné al alcohol.
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El abogado aceptó defenderlo. No lo hizo en nombre de la presunción de inocencia; tampoco para cobrar honorarios o para satisfacer la recomendación de un amigo. Lo iba a defender sabiendo que era culpable, pero ese era un dato menor al de la deuda contraída en el pasado.
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Se conocieron en un boliche de Punta del Este. Estaban de vacaciones. Bebieron, bailaron y esa noche hicieron el amor. Ella fue la que habló de vivir juntos. Y él aceptó. Dos semanas después, ella le escribió desde Rosario diciéndole que se olvide de lo sucedido, que estaba casada y que era feliz con su marido. Además, agregó, estaba embarazada pero el hijo era de su marido. Él esa noche fue al bar con sus amigos. Se lo veía tranquilo, incluso alegre. Voy a ser papá, dijo algo inseguro, pero en tono de confidencia.
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Todos estábamos alegres. Alegres y borrachos. El seleccionado argentino había derrotado a Holanda y salimos a la calle a festejar. Bailábamos y nos reíamos. Yo hacía mucho tiempo que no bailaba y me reía mezclado con tanta gente. Nunca lo había hecho antes de entrar a la cárcel y pensé que nunca lo haría después. No duró mucho. En mi caso no más de dos horas. Me empezó a doler el pecho y no sé por qué me dieron ganas de llorar.
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Mi amigo me dijo que si el regreso de una mujer me resulta inesperado, es porque esa mujer te sigue importando más de lo que estás dispuesto a admitir. Tal vez tenía razón. No esperaba su regreso y creo que ella no esperaba verme como me vio. Los años producen esos desencantos. Pensé en dos espectros que apenas alcanzan a reconocerse y que no saben qué hacer con tanto cansancio.
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Él sabía que se estaba muriendo, pero su mayor preocupación no era la proximidad del final sino tratar de recordar el nombre de un amigo y el de una mujer. Y quería recordarlos porque esos nombres explicaban, le otorgaban significado a su agonía.
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Una mujer parada con un bolso en la dársena de la terminal de ómnibus. Pelo castaño, pantalones y una campera verde. Hace frío y garúa. El ómnibus que espera va a Buenos Aires. Converso con un amigo, saludo a otro y cuando miro a la dársena veo que el ómnibus ya salió pero ella sigue parada en el mismo lugar.
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Ya es medianoche y la fiesta exhibe esa alegría ruidosa y liviana que seguramente se prolongará hasta los bordes de la madrugada. ¿Por qué entre tanta disipación y risa una mujer joven y linda llora en silencio sentada en un sillón? No entiendo a la gente que llora en una fiesta. ¿Por qué no se quedó en su casa? ¿Por qué no se va? Pero lo que más me fastidia es que me siento muy cercano a esa mujer y no sé bien por qué motivo se me ocurre que soy el responsable de esas lágrimas fuera de lugar.