Por Javier Francisco Aga
Por Javier Francisco Aga
Anarquía y desierto fueron los dramas a resolver. ¿Cómo superó esas dificultades la Argentina del siglo XIX?
La Constitución nacional de 1853 fue el punto de partida luego de un largo proceso político. Fue el producto de una madurada reflexión y diagnóstico que la generación del ´37 hizo sobre los males de nuestro país durante la dictadura de Rosas. Fue también una declaración de principios, una carta de navegación para orientar hacia dónde se tenía que ir y cuáles eran las tareas políticas que se necesitaban desarrollar para cumplir con un doble objetivo. El primero, la república posible, que comenzó a afianzarse con la crisis de 1880. El segundo, el de la república verdadera, que recién se concretó en el año 1912 con la ciudadanía política como categoría fundante en la legitimidad a través de la Ley Sáenz Peña. No obstante, había que enfrentar los dramas de aquella época: anarquía y desierto.
Al problema de la existencia de muchas autoridades sin un esquema institucional colectivo se lo enfrentó con la Constitución nacional para concentrar el poder y terminar con el despotismo. Al segundo, se lo enfrentó con inmigración y educación. Para ello, necesitó de un Estado nacional que llegó en 1880 bajo el lema Orden y Progreso.
Se sostiene que a la Constitución Nacional la pensó Alberdi, la escribió Gutiérrez, la ajustó Mitre, la interpeló Sarmiento y la puso en práctica Roca. Tales afirmaciones admiten matices, pero convengamos que es un buen arranque para pensar las relaciones entre Constitución, Estado y Poder Político.
Alberdi ideó la Carta Magna para hacer frente a los dramas de aquella época. Desde que ganó su emancipación respecto de España, nuestro país tuvo que sufrir confrontaciones permanentes: traiciones, emboscadas, fusilamientos, tumultos políticos y fracasos de proyectos constitucionales. Para que tengamos una idea del estado beligerante del siglo XIX, entre los años 1820 y 1861 hubo 245 enfrentamientos militares como consecuencia de 22 batallas y 223 combates, dando como resultado 25.000 caídos. Es decir que lo que había ganado en autonomía lo había perdido en convivencia pacífica. Al drama de la anarquía había que oponerle un sistema institucional que concentrara el poder en pocas manos: la Constitución de 1853.
¿En qué se tradujo esa concentración de poder? Entre otras cosas, en un sistema presidencialista fuerte tomado del modelo chileno; en un control de constitucionalidad de los jueces tomado del modelo de los Estados Unidos; en una Corte Suprema de Justicia Federal como última voz para interpretar el texto constitucional; en habilitar la sanción de Códigos Federales (Civil y Comercial) quitándoles a las provincias la capacidad de regular derechos subjetivos; en la creación de un Congreso Bicameral con representación directa e indirecta, pero con un Senado con poder de veto respecto de la Cámara de Diputados, además de requisitos de edad y de riquezas que excluía a las mayorías. Es decir, un sistema de frenos y contrapesos entre los poderes instituidos de la república.
Al drama del desierto había que oponerle un proyecto de Estado. La Constitución de 1853 permitió fundar el Estado Nacional en 1880. Decimos consolidación, porque un Estado no se convierte en tal categoría de un día para el otro, sino que se va formando a lo largo de un proceso constitutivo, permitiendo el desarrollo de un conjunto de atributos como la organización del poder y el ejercicio de la dominación política.
La precariedad de las economías regionales, la extensión territorial, las dificultades de comunicación y transporte con las prolongadas luchas civiles, demoraron por muchos años el momento para que los factores constitutivos del Estado nacional se amalgamaran. Cuando eso sucedió, se pudo cumplir con el programa alberdiano: atraer a la población europea y capitales extranjeros; insertar a la Argentina en la división internacional del trabajo; constituir un mercado interno; aprovechar las ventajas comparativas de lo nuevo y poner en marcha un modelo agro-exportador que, para finales de la primera década del siglo XX, había colocado a la Argentina entre los seis países más avanzados del mundo.
La realización de ese proyecto no fue fácil, pero esta vez teníamos un mapa consensuado que sirvió de guía para arribar a destino. No es cierto que el modelo agro-exportador de Alberdi se haya formado por generación espontánea por parte de los capitales extranjeros. Todo lo contrario, fue consecuencia de una decisión política de insertar al país en el mundo, ante una sociedad reacia a los cambios y una clase dirigente homogénea en sus intereses contrarios a pensar la Nación en términos de un programa a realizar. La Constitución, por lo tanto, debe pensarse en tres dimensiones alberdianas: como proyecto jurídico que establece libertades y derechos a los ciudadanos; como proyecto económico para dar garantías a los capitales nacionales y extranjeros; y como proyecto político que establece quién manda y quién obedece, dejando en claro cuáles son los límites de cada uno. Al decir de Halperin Donghi, fue un modelo de "autoritarismo progresista, mezclando rigor político y activismo económico".
Otro drama a resolver aún es aquel que pretende impugnar por foránea a la Constitución nacional diciendo que fue una copia de constituciones ajenas. Es verdad que Alberdi miró a la Constitución de 1776 de los EE.UU., pero de sus escritos y sus debates surge la necesidad de hacer algo más que copiar textualmente otra constitución. Sería un error creer que ese modelo fue copiado ingenuamente, tratando de imitar procesos ajenos al nuestro e importarlos sin más. Alberdi era consciente que había que hacer algo diferente no por capricho intelectual sino porque el programa político, jurídico y económico que pensó para el país reclamaba originalidad. Se suele subestimar este rasgo distintivo de la originalidad, como así también de la belleza y precisión que Alberdi le imprimió a nuestra Constitución con su impronta de futuro. Sostener que nuestra Constitución es una copia exacta de la Constitución norteamericana es un error. Mientras aquella es un resultado, la nuestra es un punto de partida; mientras la norteamericana es la consecuencia de un proceso histórico, la nuestra es la causa para iniciar uno; y mientras aquella es proteccionista, la nuestra es aperturista.
Alberdi buscó un orden para resolver con espíritu federalista la relación Nación-Provincias y un precepto indispensable para que todos los hombres y mujeres que quieran habitar en el suelo argentino sean considerados iguales ante la ley. Quedó demostrado que lo de Alberdi fue un acto de creación para hacer frente a los dramas de su época. Su legado fue fortalecer las instituciones que fecundan la prosperidad colectiva, pero para ello necesitábamos de un punto de partida.
(*) Contenidos producidos para El Litoral desde la Junta provincial de Estudios Históricos y la Asociación Museo y Parque de la Constitución Nacional.