La zorra es un híbrido, fundamental en la historia de los rieles. Aliada inseparable del peón de vía y obras, rudimento mecánico con ruedas metálicas, que sirve para desplazarse en cortas y medias distancias. Pero, además, la zorra es el complemento ideal para el invento del inglés Richard Trevithick, la locomotora (él fue el verdadero creador de la primera locomotora de vapor capaz de funcionar).
Uno de los proyectos que alimentó el Museo Ferroviario Regional en los 90, fue el de correr una pequeña zorra manual -que hiciera cortos trayectos de vías-, así como promovió su preservacionismo, dado que con el desguace realizado por aquellos años en los ferrocarriles muchas de ellas habían quedado tiradas en las llanuras santafesinas.
De la escarcha al ruedo
Como en las estepas, en los inviernos la escarcha blanquecina tapaba las zorras, piadosa, quizás, de tantos kilómetros recorridos. Y en los inviernos, los rayos de febo calcinaban sus ejes y caños en donde dormían ocasionalmente las lagartijas "expulsadas" de la vida en sociedad.
Sin IFE, las familias indigentes provenientes del Chaco y otras provincias, que llegaban en cargueros sin boleto de compraventa, se arropaban y protegían con grasientas frazadas como si fuese un Durlock separador, para morar en vagones radiados de circulación en la zona de Santa Fe Cambios.
Dos aficionados soñadores preparan su "nave", una zorra rescatada, en la sede del Museo Regional Ferroviario (Casa Hüme). Foto: Archivo
En ese pequeño latifundio, entre la avenida Aristóbulo del Valle y calle Vélez Sarsfield como delimitadores (oeste y este como límites naturales), se situaban con rasgos similares a los de un predio de desguace, los rezagos ferroviarios. Como muñones asomaban sus espárragos, contratuercas y bulones, preñado su color naranja original con el óxido rojizo que brotaba de sus entrañas paridas por Materfer (acrónimo de "Materiales Ferroviarios").
Correr una zorra no solo es para guapos, por el esfuerzo físico que exige. Sino también, requiere de permisos que los otorga el Estado y o la empresa que regentea el tramo. En los niveles ferroviarios hay distintos estandards, que obedecen a todo un manual de normativas. Y para que el lector se dé una idea, remítase a la tragedia de Once, en donde una falla técnica o humana produjo uno de los mayores desastres de la historia.
Los sábados por la tarde
Dos jóvenes aventureros, Javier Oñate y Julio Quinteros, ex miembros del museo ferroviario, se dieron a la loca y bella tarea de correr una zorra los días sábados por la tarde. Con la labor que solo un ferroaficionado puede hacer, pusieron electrodos, discos de corte y tiempo, para darle forma a la nave de sus fantasías. El ingreso del museo ferroviario por Hipólito Yrigoyen fue el pequeño taller que se iluminaba con cada chispazo de la soldadora.
Así, la máquina quedó lista para la aventura. Los cardales y yuyales son testigo de este engendro diabólico conducido por dos díscolos personajes. Mecánico uno, empleado de IAPOS el otro, se lanzaban a la fabulosa expedición de correr la zorrita -furibundo autómata precario- ante la mirada de los famélicos pichichos de la barriada, que se despulgaban al tenue sol de algún vagón.
Como en un paisaje de Juan Arancio, nuestros héroes pilotaban sin carnet de ningún tipo la máquina, viendo los atardeceres más hermosos del planeta; tomando mates cuando despuntaba el sol en Empalme Graneros. O trasuntando siestas con sangrías y tererés a la altura de San Agustín, cual expedicionarios seculares en sus raídos jeans y antejos para sol chinos, comprados en el local del gringo en diagonal al museo, frecuentemente visitado por la AFIP, como también Investigaciones de la policía.
¡Alto ahí! ¡Viene una Transfer!
Así como hay un entrenamiento para el exorcismo, no lo hay para encontrarse con una luciferina formación de 58 vagones arrastrado por una Transfer de 80 toneladas. Nuestros personajes, Julio y Javier, en una de sus salidas, se toparon con una formación que venía en dirección contraria. Alcanzaron a aminorar la marcha, bajarse y sacar la zorra de la vía, cuando ya los bocinazos de la formación advertían de lo inevitable.
Una gallareta parduzca y dos mantis religiosas saltaron a un costado, con rápidos reflejos, despejando la vía ante el estruendoso ruido de los rodamientos del tren. El walk-man sonando con "No bombardeen Buenos Aires", voló hacia una zanja para mitigar, quizás, la triste vida de los batracios y anguilas, mientras que el mate y el termo impactaban certeros en los bañados próximos al río Salado, en uno de sus tantos cursos de agua.
Esa tarde, hubo carpinchos y nutrias que merendaron con yerba. Una liebre probó las "9 de Oro", mientras que un pescador en la madrugada recibió con alegría el regalo del río: un termo Stanley y un mate de Palo Santo, testigos insobornables del hecho. La hazaña había concluido. Luego del susto, Julio y Javier pusieron la zorra sobre las vías y, como si no fuese nada, la dejaron en la Estación Belgrano, para llegar el jueves siguiente al museo, como si nada hubiera pasado, felices y contentos.
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