En Santa Fe. Esta cartela, que recorrió el país a través de la TV y la reproducción en los diarios, expresa a las claras la determinación de vecinos hartos del cotidiano sometimiento a los ilícitos de los delincuentes. Foto: Guillermo Di Salvatore/ El Litoral
Rogelio Alaniz “Es difícil ver a Cristo mezclado entre la turba”. San Agustín El linchamiento no es un invento argentino, aunque en las últimas semanas nos hayamos presentado como los padres de la criatura. Puede que el origen de esa modalidad le corresponda a Estados Unidos si es cierto que fue el juez de Virginia, Charles Lynch, quien le dio nombre al sumario procedimiento. Quienes somos aficionados a los westerns sabemos que en el Lejano Oeste, vecinos, rancheros y colonos practicaban estas civilizadas costumbres contra cuatreros, asesinos y sospechosos de delitos. Los destinatarios de aquellas ejecuciones eran diversos, pero si eran negros cuánto mejor. Es verdad, los westerns hicieron famoso al linchamiento, pero no está de más recordar que en la mayoría de las películas que versaban sobre este tema, el conflicto principal se presentaba entre los linchadores y el sheriff o el muchachito que se jugaba la vida para impedir que se cometiera una injusticia. El detalle merece mencionarse porque hasta en el Lejano Oeste los linchadores siempre fueron considerados los malos de la película, los injustos, cuando no los canallas. En las últimas décadas, en América Latina el linchamiento fue pan de todos los días. En México, Bolivia, El Salvador, ciertas regiones de Brasil y Colombia, estos hábitos se practican con metódica y alarmante frecuencia. Su regularidad ha dado lugar a una abigarrada literatura que se esfuerza por explicar lo que sucede. Historiadores, politólogos, periodistas han estudiado las causas y las modalidades de esta práctica social, estableciendo lo que hay de común y diferente en esta dulce costumbre ejercida por una multitud dedicada a asesinar a patadas y a palos a un delincuente. Dicho con otras palabras: aunque a los argentinos nos parezca que el tema es nuevo, en realidad es tan viejo como la injusticia y la barbarie. En América Latina hace rato que se lincha. A esa cita de honor faltábamos nosotros, pero ahora hemos dicho presente. Bienvenidos argentinos al corazón de la América Latina cimbreante y telúrica. La profecía de los populistas se cumple, cada día nos parecemos más a nuestros hermanos latinoamericanos, cada día somos más pobres, más indigentes, más bárbaros. Bienvenidos al Tercer Mundo. Pasen y pónganse cómodos que la película empieza cuando nosotros llegamos. Sobre las causas y las consecuencias de los linchamientos existen interpretaciones diversas, pero en lo que hay acuerdo es en definir en qué consiste linchar. En todos los casos, hablamos de una acción colectiva, ilegal, privada, orientada a propinar castigos que en más de un caso concluyen con la muerte de la víctima que siempre se halla en abrumadora inferioridad numérica. Los linchadores se definen por su carácter colectivo y anónimo. Allí no hay jefes que se hagan cargo del operativo y, mucho menos, responsabilidad individual. El anonimato es una garantía de impunidad. Se los puede comparar con los escuadrones de la muerte, pero con algunas diferencias decisivas: los escuadrones de la muerte están organizados y son pagados para cumplir con su objetivo; los linchadores son espontáneos, no están a sueldo de nadie pero suelen ser manipulados y, aunque el instinto de muerte es el dominante, no siempre se proponen matar a la víctima. Habitualmente se dice que hay linchamientos cuando el Estado está ausente. La afirmación es verdadera, pero merece relativizarse. Puede que en el Lejano Oeste no haya habido Estado, pero en la actualidad más que hablar de Estado ausente habría que hablar de Estado cómplice; esto quiere decir jueces venales, políticos insensibles, funcionarios ineptos y policías corruptos. La percepción y, de alguna manera, la certeza de que el Estado no hace lo que corresponde o en lugar de combatir el delito se asocia con él, es uno de los factores que alienta el deseo de hacer justicia “por mano propia”. De modo que el linchamiento como práctica social es una respuesta a la inseguridad, a la convicción de que nada se puede esperar del Estado y a la certeza de que la mejor justicia es la que se practica de manera expeditiva y por mano propia, sin perder tiempo con argumentos leguleyos, abogados chicaneros y jueces decididos a proteger a los delincuentes. El otro dato dominante es el que relaciona a los linchamientos con la persistencia de crisis económicas y sociales prolongadas. Al respecto, está claro que en sociedades con instituciones democráticas fuertes y legítimas, pleno empleo, clases dirigentes responsables, niveles culturales óptimos y estrategias públicas eficaces de contención social, el linchamiento es inconcebible. La capacidad de las crisis para erosionar instituciones y fortalecer la sensación de desprotección e inseguridad, provoca un retorno a las lealtades más primarias y a la subcultura del instinto. Es en ese contexto donde crece el pánico, el recelo ante lo extraño y los comportamientos agresivos. Lo paradójico de estas situaciones es que quienes reaccionan en nombre de la incompetencia e injusticia de un Estado corrupto son portadores con sus actos de injusticias mayores que las que pretenden evitar. La primera, y la obvia, consiste en matar a una persona negándole el derecho a la defensa. Se lincha porque el Estado no administra la justicia, pero el mismo acto de linchar contribuye a profundizar todas las injusticias. Linchar, en cualquier caso comporta un retorno a la barbarie, un retorno que, al decir de María Elena Walsh, los hombres lo hacen en cuatro patas. Podemos hallar distintas explicaciones para justificar lo sucedido, pero lo que nunca podemos perder de vista es que el linchamiento es una injusticia y que los linchadores son asesinos. Generalizada como conducta, se observa que el retorno a lo primario suele ir de la mano de la intolerancia, el racismo, la impunidad, y en más de una ocasión se expresa como una guerra de pobres contra pobres. Otra observación: se lincha a rateros, arrebatadores de carteras, en definitiva, al eslabón más débil del delito, pero la furia no alcanza a los llamados delincuentes pesados, mucho menos a los de guantes blancos. Los linchadores se definen por su anonimato, pero cada linchador elige serlo. Hay una decisión de sumarse a la horda y comportarse como tal. ¿La exclusiva pasión que moviliza al linchador es el castigo del delincuente? Por lo menos parece ser la causa principal, pero la pregunta a hacerse a continuación es: ¿qué pasa por la cabeza de esa persona que patea en el suelo a una víctima indefensa? No hace falta un curso de psicología para saber que prisionero de su furia el linchador agrega con sus actos un plus de resentimiento, odio, frustración y muerte que poco y nada tienen que ver con la causa “justiciera” que dice defender. Todos los estudios que se han hecho acerca de la naturaleza moral de los linchadores han arribado a la misma conclusión: se trata de personajes moralmente cobardes o de psicópatas encubiertos. Por último, la responsabilidad de la clase dirigente, responsabilidad que incluye en primer lugar al gobierno, sobre todo a un gobierno que protege a jueces corruptos, a empresarios mafiosos y a funcionarios tramposos. ¿Hace falta mencionar los nombres de Oyarbide, Báez o Boudou? ¿Hace falta recordar el elogio oficial a los barrabravas, la legitimación de “Vatayón militante”, las bravuconadas de la señora desde el atril, las amenazas y los golpes de Guillermo Moreno, las vulgaridades ofensivas de Aníbal Fernández, los ataques a periodistas y políticos opositores? Por supuesto que el gobierno nacional tiene responsabilidad en lo que está ocurriendo. Mucho más después de diez años en el poder, mientras sus publicistas se jactan de los imaginarios beneficios de la década ganada. Alguna vez se dijo que la violencia de arriba engendra la violencia de abajo. Se lo decía en otras circunstancias y por otros motivos. Pero hoy, ante el escenario devastador e inclemente de los linchamientos, bien podría decirse que a la persistente y facciosa injusticia de arriba le corresponde la despiadada violencia de abajo. ¿Ella lo hizo? No es la única, pero convengamos que ha hecho un aporte inestimable.
La capacidad de las crisis para erosionar instituciones y fortalecer la sensación de desprotección e inseguridad, provoca un retorno a las lealtades más primarias y a la subcultura del instinto.