El liberalismo es tal vez nuestra tradición histórica más vigorosa, una de esas tradiciones honorables cuya versión lúcida y trágica la expresa Lisandro de la Torre, el solitario de Pinas, como lo calificara su biógrafo. En efecto, la soledad, la certeza de remar sin esperanzas contra la corriente, lo acecharon los últimos años de su vida, hasta esa mañana de enero de 1939, cuando decidió quitarse la vida en su departamento porteño de calle Esmeralda. Fiel a su estilo, en su último y decisivo acto fue sobrio y discreto, si es que estos adjetivos pueden calificar a un suicidio. Traje, corbata y chaleco. Escribió cartas a sus amigos explicando por qué hacía lo que hacía. Estricto y puntilloso, arregló todas las cuentas. A las once de la mañana se instaló en su escritorio y se descerrajó un tiro.
De Lisandro de la Torre podría decirse lo mismo que en su momento Alejandro Korn dijera de Juan B. Justo: "Reunía las virtudes morales e intelectuales necesarias para fracasar en un país como la Argentina". Exacto. Visto con los parámetros del éxito, su biografía es la del fracaso: perdió todas las elecciones, perdió los campos, vio morir a sus mejores amigos, el fantasma de la soledad lo acompañó hasta el último día. Fue un fracasado, sentenciaban sus adversarios; fue un resentido, decían sus enemigos; fue un amargado, reiteraba cierta prensa; fue un traidor a su clase, repetían los conservadores. Sin embargo, sus fracasos constituyen la clave de su gran victoria moral.
Lisandro de la Torre nació en Rosario, el 6 de diciembre de 1868. Estudió en Buenos Aires y se recibió de abogado con una tesis sobre el gobierno municipal. En Buenos Aires descubrió la literatura, el teatro y la música. Años después, Alberto Gerchunoff, el escritor de ese maravilloso libro que se llama "Los gauchos judíos", le dice, en el transcurso de una cena donde con Lisandro hablaban de poesía, que ahora entiende por qué nunca llegará a ser presidente de los argentinos. Lisandro, que no era un hombre que se distinguiera por su sentido del humor, le pregunta algo amoscado por qué dice eso. Y Gerchunoff con la más suave y distinguida de sus sonrisas le responde que un político que durante cuatro horas conversa de literatura con un escritor, carece de futuro en estos pagos.
También en Buenos Aires, Lisandro descubre al radicalismo y a los hombres que marcarán su vida política futura. Digno hijo del padre, respeta a Bartolomé Mitre pero reconoce a Leandro N. Alem. Más que afiliarse al radicalismo, De la Torre se suma a los seguidores de Alem. Admira sus ideas arrebatadas, su austeridad, su destino trágico. El otro dirigente que lo seduce es Aristóbulo del Valle. Años después dirá que si Del Valle no hubiera muerto tan rápido otro habría sido el destino de la Argentina. Y cuando un amigo pondere sus condiciones de orador parlamentario, le contestará con tono amable pero seco: "Usted dice eso porque no tuvo la oportunidad de escucharlo hablar a don Aristóbulo del Valle".
En noviembre de 1908 funda la Liga del Sur. Todavía no ha cumplido 40 años y ya es considerado una de las grandes promesas de la política nacional. En 1910, cuando George Clemenceau, el célebre "Tigre" de la política francesa, el defensor de Alfred Dreyfus y el amigo de Émile Zola, visite Rosario, descubrirá que el joven que lo acompaña por los polvorientos caminos de la zona es un polemista encarnizado y talentoso. Él mismo comentará luego que no esperaba encontrarse en estas soledades inmensas con un rival de ese nivel. Cuando se entere del nombre de su ocasional contrincante, la respuesta del "Tigre" será elocuente: "He aquí el hombre llamado a dirigir los destinos de la Argentina".
En 1916 De la Torre hace su apuesta más grande a la construcción de un partido liberal, progresista y moderno. En la empresa lo acompañan los hombres más lúcidos del régimen conservador, pero también los más corruptos. Serán estos últimos los que le negarán el apoyo final. Don Lisandro se lamentará siempre de ese fracaso político y de la incomprensión de los caudillos conservadores. Cuando más adelante uno de estos conservadores le proponga sumarse a sus filas, le recordará la experiencia de 1916 y le dará una respuesta muy en su estilo: "Ustedes son conservadores, clericales, armamentistas, antiobreros y latifundistas. ¡Vaya usted a fusionar eso!" En la misma línea le responde a Matías Sánchez Sorondo en el debate sobre la sanción de una ley anticomunista: "Yo estoy afiliado a la democracia liberal, progresista, que al proponerse disminuir las injusticias sociales trabaja contra la revolución comunista, mientras que los reaccionarios trabajan a favor de ella con su incomprensión de las ideas y de los tiempos". Los laboriosos y actuales gladiadores del anticomunismo deberían repasar esas frases pronunciadas hace casi un siglo.
En 1921 es uno de los artífices intelectuales de la célebre Constitución provincial santafesina que propone la separación de la Iglesia del Estado. El gobernador radical Enrique Mosca veta la ley a pedido -se dice- de Hipólito Yrigoyen. Diez años después, con Nicolás Repetto integran la fórmula de la Alianza Civil. El fraude lo derrota una vez más. Es probable que ya para entonces haya estado convencido de que su sino histórico es la derrota. Como le dijera con sorna un conservador: "Usted es un perdedor". Pues bien, esa vocación de perdedor la volverá a probar cuando denuncie el célebre negociado de las carnes. Ya en su momento se había opuesto al tratado Roca-Runciman. Ahora se opone al negociado de las carnes. Lo hace sin ilusiones ni esperanzas, porque el país y el mundo en que vive solo habilita "el pesimismo de la inteligencia". Sus palabras serán categóricas: "El Reino Unido no se toma la libertad de imponer a los dominios británicos semejantes humillaciones. Los dominios británicos tienen cada uno su cuota de importación de carnes y la administran ellos. La Argentina en cambio no podrá administrar su cuota. No sé si después de esto podemos seguir diciendo: ¡Al gran pueblo argentino salud!".
El debate en el Senado de la Nación concluirá en 1935 con un crimen. El autor de los disparos será el matón conservador Ramón Valdez Cora, indultado en 1952 por orden de Juan Domingo Perón, que en estos temas nunca se equivocaba. Para esa misma fecha (1935) el régimen conservador interviene la provincia de Santa Fe gobernada por Luciano Molinas. En Europa, la República Española está por caer derrotada, mientras que Adolfo Hitler ya ha invadido Checoslovaquia y se prepara para hacer lo mismo en Polonia. El mundo se ha transformado en un lugar incómodo para vivir. Tal vez algo parecido haya pensado don Lisandro aquella mañana del 5 de enero de 1939, en su departamento de soltero de calle Esmeralda al 22.
Muchos de los que se jactaban de haberlo derrotado hoy duermen el sueño de los justos y ni siquiera sus familiares los recuerdan. Por el contrario, Lisandro de la Torre sigue vivo en la memoria de los argentinos. Su militancia política testimonia que el liberalismo siempre tiene algo que decir en una nación atormentada por la corrupción, la desigualdad y los despotismos. Hay que decirlo de una buena vez: Lisandro de la Torre no fue un conservador renegado ni un izquierdista que no se atrevió a dar el último paso para sumarse a la revolución proletaria. Ni conservador ni izquierdista: liberal. Tal vez la expresión más lúcida y más atormentada del liberalismo argentino. Creyó en la dignidad de la política; predicó a favor de la libertad y las instituciones; defendió la soberanía nacional ante entreguistas y ladrones; combatió el oscurantismo religioso; porque respetaba al pueblo condenaba la demagogia y fiel en su estilo murió con las manos limpias, los bolsillos flacos y el corazón puro. ¿Alguien puede decir que ese testimonio no mantiene actualidad en nuestro desencantado siglo XXI?
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