Por Damián Leandro Sarro
Por Damián Leandro Sarro
La segunda novela de Gonzalo Heredia (Munro, 1982) presenta, con un estilo que potencia el realismo a la manera de J. J. Saer en "El limonero real" (1974), el mundillo literario en primera persona a través de uno de sus personajes, quien nos empuja, sin escrúpulos, al interior de un embudo donde se gesta la literatura o, al menos, un tipo de literatura. En sus páginas, la novela presenta un escenario fluctuante que bien podría asimilarse el proceso de las mareas: la emergencia de una fuerza gravitatoria creada por dos polos extremos que, lejos de oponerse, se atraen, se necesitan y se complementan, aunque en medio de ambos existan zigzagueos espinosos. Vamos por partes:
La historia se desarrolla, entre idas y vueltas, en el interior de un grupo de aficionados por la escritura literaria, es decir, con integrantes de un taller de escritura coordinado por Hernán Zaiétz, autor reconocido que genera, en su casa de Caballito, un espacio para que la literatura fluya tal como el alcohol y la droga lo hacen entre aquellas paredes.
En uno de los polos mencionados, se visualiza la literatura como abstracción pero también como atracción, un campo creativo que todos pretenden alcanzar y sostener, aunque la realidad les indique otra cosa: "Siento que la literatura me cierra la puerta" (p. 12), exclama Santiago Cruz -protagonista de la novela- a su novia la tarde anterior a la separación; la literatura como identificación desmitificada de la academia y del canon, la literatura como periferia o bien como orilla al estilo borgiano; asimismo, y como diría el filólogo alemán Hans R. Jauss, la literatura como provocación, como generadora de un poder inexplicable e intransitivo que se experimenta emocional y físicamente: "Leí 'El sueño de la cabaña' de un tirón en una tarde, sentado en el patio. Me pegó tanto que me agarró taquicardia. Tuve que meterme en la ducha para relajarme […] ¿Era posible que un libro pudiera hacerme eso?" (p. 42), se pregunta Santiago Cruz, como así también manifiesta que "esa novela de Zaiétz que ella no me había regalado […] Me partió la cabeza" (p. 122).
En medio de ambos polos, en ese espacio zigzagueante y espinoso, se ubican los personajes y el ambiente: por un lado, Santiago Cruz, un joven amante de la literatura que lucha ante la frustración de no sentirse un escritor per se, de verse excluido o, adrede, autoexcluirse para incluirse –si se permite el juego de palabras– en el bajo mundo del taller de Zaiétz; separado de su novia, se zambulle en este mundillo donde se entrega por completo, idealizando, erróneamente, la figura del escritor; por otro lado, Hernán Zaiétz representa al escritor de cierta fama que hace uso de la literatura como un estilo de vida y como una pedagogía factible de ser transmitida, enseñada y recreada, una especie de materialización de la literatura dentro de su taller en su casa de Caballito y, en este sentido, la escritura ficcional propone una especie de Bildungsroman o novela de aprendizaje o de formación, donde el protagonista no es cualquier personaje, sino el aspirante a escritor que se sabe novato y lucha para superarse y, en ese aprendizaje o paideia, genera una autorreflexión de su mismo proceso, algo así como una metacognición de su formación escrituraria, tal es el caso de Santiago Cruz; por último, la presencia de Mariela permite la conformación de una tríada ofuscada por la literatura en medio de porros, líneas de cocaína, alcohol y sexo, la compañera de Zaiétz provoca de manera tal como lo hace la literatura: rompiendo esquemas de manera imprevisible, como por ejemplo, su bisexualidad, ante lo cual Santiago se interroga: "Quería escribir lo que había pasado la noche anterior, pero ¿cómo escribir sobre Mariela Arias?" (p. 143).
En el otro polo, se visualiza la escritura literaria, mejor dicho, el proceso de escritura como oficio, como práctica, como técnica y como artificio –dirían los formalistas rusos– que requiere esfuerzo; la escritura como un proceso inacabado que constantemente avanza y no deja atraparse, se escabulle entre ideas, replanteos, diálogos y frustraciones: "Qué mierda. Odio lo que escribo […] Para mí escribir es como una música que escucho pero que no puedo tocar" (p. 18), afirma el protagonista. Aquí también se presenta la noción de la escritura como provocación y como generadora de metacognición: "¿Cómo hacen los que escriben? ¿Cómo logran que las palabras les hagan caso? […] Escribir es lo que me caga la vida. ¿Se llega a ser escritor por las historias que viví o por cómo las entiendo? Escribir para entender" (p. 126), reflexiona el protagonista.
Todo este conjunto diegético produce la marea literaria que propone Heredia en su novela, una marea que se desarrolla como fuente de energía provocando e interpelando al lector, tal como plantea Zaiétz en su taller y, bajo este formato, todo taller requiere de un aprendizaje sobre la marcha, en su mismo desarrollo y proyección, un aprendizaje con avances y retrocesos que, en definitiva, es lo que busca Santiago Cruz con la escritura.
La escritura ficcional propone una especie de Bildungsroman o novela de aprendizaje o de formación, donde el protagonista no es cualquier personaje, sino el aspirante a escritor que se sabe novato y lucha para superarse.
En el otro polo, se visualiza la escritura literaria, mejor dicho, el proceso de escritura como oficio, como práctica, como técnica y como artificio –dirían los formalistas rusos– que requiere esfuerzo; la escritura como un proceso inacabado.