Por Graciela Ribles
Por Graciela Ribles
Los piecitos descalzos
corren libres
van al Salto del Ángel
a soñar otra vez,
una estrella en el cielo
la consuela
por aquello que pudo haber sido
y que nunca fue.
Corro pisando la tierra colorada, voy para el Salto del Ángel, la cascada que queda pasando el camino viejo. El polvo se pega a los pies descalzos.
- ¡María, esperáme! Grita el Ramón.
Nos bañamos en el agua helada y después bajo el sol me animo y le pregunto.
- Ramón, ¿cuando seas grande, qué te gustaría ser?
- Y... hachero, como el tata, que querés que sea.
- No seas bruto Ramón, estudiá y nos vamos pa' la capital.
- ¿Estudiar?, a mí no me gusta ni tocar el lápiz.
- A mí sí, me gusta estudiar. Yo viá a ser enfermera, viá a ayudá a la gente.
El atardecer desnuda la selva. Ramón sacia su deseo en mi cuerpo, hace unos meses que somos novios. Él tiene dieciocho y yo once. Llego al rancho, el viejo está sentado bajo el alero, desde que la mama se fue. El resentimiento le ganó el cuerpo.
- Hace tres horas que vine del yerbatal, ¿dónde estabas gurisa?
- Andaba con el Ramón, tata.
- Te dije que no quiero que andes con ese gurí, añamemby.
- Pero, tata.
- Que tata, ni tata, ya va a ver lo que le va a pasar por desobediente.
Veo que lleva las manos al cierre del pantalón, de un empujón me tira sobre el catre, aprieto los ojos en un pliego húmedo, termina rápido.
- Cambiate y anda a preparar la comida. Me dice.
Miro pa'l cielo, hay tantas estrellas, esa que brilla fuerte es la mía, arrollo el cuerpo en el piso y me duermo.
Han pasado unos meses, la barriga abultada hace brotar la preñez. El Ramón se fue pa'l monte con el hermano y hasta que pase el invierno no va a volver. El camino de ripio desciende hasta el rancho, estos días sin el Ramón son aburridos, lo extraño, prometió llevarme a vivir con él. El tata habla con unos tipos que no conozco.
- Ahí viene, está sana y preñada. Dice, señalándome.
La mirada de ellos destartala los huesos.
- Acá tenés lo acordado.
Sobre la mesa deja unos cuantos billetes. El alto me agarra del brazo, resisto con un brío descoordinado, lo muerdo, empuja para que entre en la camioneta y con un golpe de puño me noquea.
Estoy en un lugar con rejas en la ventana y candado en la puerta. La tela explota en el vientre, recostada en la cama, acaricio la panza, te imagino, con los ojos aguamarina del Ramón. Las luces del amanecer traen los gritos del alumbramiento, es varón dice la partera. Extiendo los brazos, necesito acunarte en mi pecho. Una mujer sale con vos okambuva, ya nunca te volví a ver.
El calostro de mis pechos, rebalsa el dique de la miseria. Hoy cumplo doce años.
Las semanas que siguen no importan, permanezco ausente de mi cuerpo. En el prostíbulo, los hombres no tienen rostro. Subimos a la habitación del primer piso, el policía siempre pide por mí. Las carnes flácidas, sobre mis nalgas rosadas, las soporto hasta el clímax de esta vejación.
Desnudo, lo escucho roncar, duerme. Colgada en el espaldar de la cama, el arma es una tentación, lo he pensado varias veces. Con cuidado la saco de la funda y voy al baño. El tata me enseñó a usar las armas, es lo único que le agradezco. Parada frente al espejo me pongo la pistola en la boca y aprieto el gatillo.