I
I
Supongamos que en un acto de generosidad o inconsciencia los ingleses decidieran entregar o devolvernos las islas Malvinas. ¿Qué haríamos los argentinos? ¿Qué harían los gobiernos de turno? No lo sé. Por lo pronto me atrevería a decir que ninguno de los abundantes problemas que nos agobian se modificarían. Con o sin Malvinas, la Argentina seguiría con sus índices de inflación, pobreza, indigencia, caída económica y corrupción. Es más, continuaríamos con unos cuantos miles de kilómetros de territorio argentino sin explotar y sin proyectos para explotar. Agrego otros detalles. No sabríamos qué hacer con los habitantes de las Malvinas. Y, además, sospecho que los actuales entusiastas malvineros criollos no estarían muy decididos a irse a vivir a esas islas perdidas en la nada. Hago esta pregunta para destacar algunas paradojas de una situación que despierta muchas pasiones, pasiones que como la experiencia lo demuestra han sido manipuladas por los poderes de turno, desde los fascistas de los años sesenta y su operativo Cóndor a los militares de los ochenta y su operativo Rosario. De todos modos, no nos compliquemos demasiado la vida con especulaciones en el aire. Las Malvinas las ocupan los ingleses desde 1933 y no está en sus planes inmediatos donarlas a los argentinos. Los habitantes de las islas por su parte no quieren saber nada con nosotros. Y, por último, un dato que importa tener en cuenta: perdimos una guerra. Y esa derrota provoca consecuencias: una de ellas es que las iniciativas diplomáticas que en su momento se iniciaron con los mejores auspicios durante la gestión de Illia perdieron legitimidad. En términos prácticos, lo que la aventura irresponsable y criminal de la dictadura militar en 1982 logró, es que nuestra posibilidad de recuperar las Malvinas se redujera a su mínima expresión.
II
Mi hipótesis es que más allá del folklore las Malvinas no van a ser argentinas por mucho tiempo. Descartada por razones obvias la posibilidad de recuperarlas por el camino de las armas, queda la gestión diplomática. Lo siento por nosotros, pero esa exploración promete ser larga y con resultados inciertos. Inglaterra no va a ceder lo que considera son sus derechos. Y si, por las dudas, esa posibilidad se complicase, le queda una carta decisiva en la manga: la autodeterminación de los kelpers. Se dirá que las argucias diplomáticas y los abusos neocoloniales de una gran potencia a la corta o la larga se estrellan contra el hecho contundente de que las Malvinas son argentinas. En materia de argumentos no somos nada originales. Los españoles trabajan hipótesis parecidas con Gibraltar con resultados también desoladores. De todos modos, la pregunta de fondo sigue siendo la siguiente: ¿Las Malvinas son o no argentinas? Para los argentinos por supuesto que lo son. Así lo ratifica además nuestra Constitución. Historiadores locales desarrollan hipótesis interesantes al respecto, mientras la inmensa mayoría de la población argentina piensa lo mismo. Ahora bien, esta contundencia de argumentos y pruebas debe ser contrastada con los argumentos que brindan historiadores de otros pagos postulando exactamente lo contrario: que las Malvinas no son argentinas y que nunca lo fueron, salvo que se suponga que la Nación Argentina es la continuidad del Virreinato del Río de la Plata, hipótesis que de confirmarse nos exigiría reclamar la soberanía de Uruguay, Paraguay, Bolivia y algunos territorios que hoy ocupan Brasil y Chile. Esta hipótesis seguramente es refutable, pero quienes están decididos a hacerlo no me tienen que convencer a mí, sino a los severos árbitros de los tribunales internacionales para quienes nuestra hipótesis nacional no es tan evidente como nos parece a nosotros.
III
Nos podemos indignar, enojar o imprecar a los dioses, pero así son los hechos. Las Malvinas son argentinas para nosotros, pero los ingleses y los kelpers no piensan lo mismo. Y además ganaron la guerra. Como se sabe, el 2 de abril de 1982 la dictadura decidió pasar de las negociaciones diplomáticas a la invasión militar. Los resultados fueron los conocidos y previsibles. Lo siento por nosotros, pero hay que decir que no solo fuimos derrotados sino que además nunca tuvimos la menor posibilidad de ganar esa guerra. Nuestra única chance se fundaba en un fraude: que los ingleses no enviaran la flota. Los militares pensaban posar de guapos gratis. Esa era su certeza secreta. Y una vez más se equivocaron. Los ingleses vinieron, y a pesar de las bravatas fanfarronas del general Menéndez el principito desembarcó. Imperdonables errores de cálculo. A la hipótesis fallida de que los ingleses no iban a venir, sumaron la certeza de la impunidad. En efecto, si en el orden interno se habían dado el lujo de cometer los atropellos más salvajes sin rendir cuentas (por lo menos es lo que suponían para 1982) pensaron que la impunidad también se extendería a sus atropellos fuera de las fronteras. Y la historia les dio la lección que sintetiza un refrán que el ensayista León Rozitchner expresó en su libro: "El que a hierro mata adentro, a hierro muere afuera". Y el teniente Astiz fue el paradigma de esta tragedia: muy valiente para asesinar a una adolescente sueca, o dos monjas francesas, o una madre atravesada por el dolor, pero muy veloz, vertiginosamente veloz, para rendirse cuando debió pelear con enemigos decididos a pelear en serio.
IV
En la guerra, como en toda guerra, hubo ganadores y perdedores. Ganaron los ingleses y perdió la dictadura militar, al punto que su derrota precipitó su caída. Dialéctica singular de la historia: perdimos una guerra pero ganamos la democracia. Continuemos. También hubo víctimas. Los soldados y oficiales muertos en combate. Y la responsabilidad de la dictadura de conducir a los muchachos a una aventura cuyo exclusivo desenlace era la muerte. Borges lo expresa como solo él suele hacerlo en un poema para referirse a un soldado que es la mismo tiempo todos los soldados: "Se obró con suma prudencia/ se habló de un modo preciso/ les entregaron a un tiempo,/ el rifle y el crucifijo./ Oyó las vanas arengas,/ de los vanos generales/ vio lo que nunca había visto/ la sangre en los arenales…". Por supuesto que hubo exhibiciones de coraje, un valor que suele estar presente en todas las guerras y en todos los ejércitos. Pero una guerra no se gana exclusivamente con coraje. Si los ingleses desde el vamos sabían que la guerra la ganaban, era porque nos triplicaban o cuadruplicaban en tecnología y en recursos. Repito: esa guerra nunca debimos haberla aceptado, porque nunca tuvimos la menor chance de ganarla. Lo que más indigna es que después de la ocupación de las Malvinas tuvimos una oportunidad que de haberla aceptado hubiese significado una insuperable victoria diplomática. La oportunidad consistió en aceptar la propuesta que habilitaba un poder provisorio compartido entre ingleses, argentinos y Naciones Unidas. Los milicos no la aceptaron. "Estamos ganando", se decía por la televisión y la radio. "Le vamos a dar batalla", fanfarroneó Galtieri en el balcón ante una multitud tan excitada como la que se excitó en 1978 gritando "El que no salta es holandés". Fútbol y Malvinas. Pasión nacional. La locura total. La dictadura anticomunista y prooccidental dialogando con Nicaragua y Cuba y enfrentada con Inglaterra y Estados Unidos. Los Montoneros prometiendo una flota para luchar contra los ingleses. Verdugos y víctimas tomados de la mano y unidos por la pasión malvinera y la promesa de guerra al imperio anglosajón, además protestante, para solaz de nuestros integristas. Las crónicas intimistas hablan de la ebriedad de Galtieri. No es verdad. O por lo menos no es la verdad "etílica" que importa. La verdadera borrachera no es la de Galtieri; la verdadera borrachera fue la del nacionalismo criollo y la de la Junta Militar fascinada por el becerro de oro, tan argentino y tan populista, del balcón y la plaza.
Más allá del folklore, las Malvinas no van a ser argentinas por mucho tiempo. Descartada por razones obvias la posibilidad de recuperarlas por el camino de las armas, queda la gestión diplomática. Y esa exploración promete ser larga y con resultados inciertos.
En la guerra, como en toda guerra, hubo ganadores y perdedores. Ganaron los ingleses y perdió la dictadura militar, al punto que su derrota precipitó su caída. Dialéctica singular de la historia: perdimos una guerra pero ganamos la democracia.