Las rejas, como elementos protectores de las casas familiares, registran antecedentes muy antiguos. Aunque las hubo de madera, el material más usado fue el hierro, producto de tecnologías metalúrgicas que comenzaron su desarrollo, geográficamente desparejo, hacia el siglo XII a.C. Fue un hallazgo de tal significación que le puso nombre al último de los ciclos prehistóricos: la Edad del Hierro.
Pero no tiene caso irnos tan lejos para hablar del uso defensivo de las rejas de hierro y la evolución de sus formatos en la ciudad de Santa Fe, desde la inicial pobreza del siglo XVI al rápido crecimiento producido luego de cimentada la Organización Nacional con el Congreso Constituyente de 1853, y las convenciones reformadoras de 1860 y 1866, acontecimientos institucionales fundadores de la moderna República Argentina.
En rigor, las rejas residenciales tardaron en aparecer. El manejo del hierro, en tiempos remotos, comenzó con la producción de armas de guerra e instrumentos de labranza, bajo la acuciante necesidad de sobrevivir y alimentarse. A través de los siglos, los conocimientos de la metalurgia se fueron incrementando mediante el sostenido recurso de prueba y error. Paso a paso, los secretos de la fundición, el hallazgo de las proporciones ideales de carbono y silicio, los logros de maleabilidad y resistencia del material, alimentaron la evolución del hierro y su aplicación diversa para la producción de objetos y estructuras. Su dominio fue un gran salto adelante en la historia de la humanidad.
En Europa, desde el siglo XII d.C., las rejerías que cerraban las capillas de las iglesias, o separaban presbiterios y coros de la feligresía común, comenzaron a acompañar la evolución de las expresivas arquitecturas góticas. Las formas del hierro se hicieron cada vez más complejas, aportando su ornato al conjunto edilicio a medida que los avances de la metalurgia lo fueron permitiendo. En este sentido, los maestros rejeros de España se destacaron por la continua adquisición de destrezas, conocimientos que en el siglo XVI viajarán a América junto con los conquistadores, incorporándose a las arquitecturas monumentales de los virreinatos de México y Perú. Es, también, el siglo en el que la tecnología del hierro fundido empieza a reemplazar a la del hierro caldeado, que se había consolidado a través de su uso continuo durante 3.000 años. Y en particular, en lo que a las trazas ornamentales concierne, por el descubrimiento de la soldadura a la calda hacia finales del siglo XI d. C. Se trataba de un sistema simple y barato que consistía en calentar dos piezas de metal hasta casi su temperatura de fusión y luego forzar la unión de las partes mediante golpes de martillo, como hemos visto en tantos filmes sobre el medioevo. A la vez, implicaba una fase tecnológica superior que la representada por los remaches y las abrazaderas, que, sin embargo, no fueron completamente descartados.
En el caso de la ciudad de Santa Fe, estos recursos, principalmente para seguridad de la casa, irán llegando a cuentagotas, para afluir en forma caudalosa durante la segunda mitad del siglo XIX. En los comienzos de la pequeña urbe, el diseño más avanzado fue la geometría reticular de su planta vecinal, que disciplinaba la implantación del caserío sobre el terreno. Pero salvo excepciones -casas de dos aposentos con techos de tejas- la mayoría de las construcciones eran ranchos pajizos. El origen estuvo signado por la escasez de vecinos y la pobreza de los materiales disponibles. No obstante, mientras muchas ciudades de la misma época se despoblaban, ésta echó raíz, no muy robusta, pero imprescindible para asegurar la vida de los primeros pobladores.
Santa Fe fue una ciudad de enlace, puerto y posta, entre Asunción del Paraguay y la España lejana, a través del Océano Atlántico. También, entre la cuenca del Plata, el Tucumán, el Alto Perú, y el Perú propiamente dicho, con su espinazo andino y su extensa costa sobre el Océano Pacífico; sin olvidar, al oeste, Cuyo y Chile. Era, asimismo, un asentamiento de frontera respecto de las distintas tribus guaycurúes del norte (mocovíes, abipones, tobas); una frontera difícil, que se aplacaba o encendía conforme se articulaban o detonaban acuerdos temporarios con los diferentes caciques. Por consiguiente, era un poblado inseguro, que se mantenía alerta a las más ligeras señales de peligro. El problema era tal (la localización sumaba desafíos de comunicación), que fue trasladada al actual sitio de Santa Fe de la Vera Cruz entre 1650 y 1660, y medio siglo después se evaluó lisa y llanamente la hipótesis del despoblamiento, debate que volvió a plantearse hacia 1720. En aquellos años, no era extraño que grupos indígenas penetraran amenazantes por las calles de la ciudad. En consecuencia, cierres más seguros en las aberturas de las casas, y vínculos subterráneos mediante túneles, fueron algunas de las respuestas de los vecinos ante los ataques recurrentes. Poco a poco, las ventanas de tablas fueron aseguradas con la incorporación de rejas de hierro al exterior; en general, de barrotes simples, verticales y horizontales, cilíndricos o cuadrados. Con el paso de los años, y el fortalecimiento de la urbe, apoyada en la asignación de la preferencia portuaria en 1739, el subsiguiente crecimiento del comercio y la población, también impulsó la evolución de la forja del hierro. Así, aparecieron en las rejas la forma curva en la barra superior, en tanto que en la parte central afloraban los diseños de letras "eses" enfrentadas, una al derecho, la otra en espejo; un par encima del otro, formando un moño de corazones, uno hacia arriba, el otro hacia abajo, enlazados por un firulete hecho de pequeñas curvas y rectas. Ese era el núcleo ornamental de la reja austera y utilitaria del siglo XVIII.
Habrá que esperar hasta el siglo XIX, y, más precisamente, a su segunda mitad, para que, de la mano de maestros italianos, el arte de la forja nos entregue puertas afiligranadas de doble hoja en canceles de seguridad ubicadas en los zaguanes, detrás de la puerta a la calle, o entre patios, o en los fondos de las propiedades. Y también en las ventanas externas, saturadas de líneas curvas, círculos, rizos, puntas de lanzas y ventanitas de abrir, que recibían el nombre de "manuelitas".
El desarrollo continuo usaba como excusa a la seguridad para exhibir, a través del ornato de los frentes urbanos, la evolución económica y social de sus propietarios. La valorización de la tierra productiva, la rauda evolución del comercio interno y la generación de excedentes exportables que ampliaban el crédito interno y externo, acrecían patrimonios. Algunas rejas, pocas, que aún quedan, evocan aquel ciclo de crecimiento, hoy tan lejano como la Edad del Hierro.