POR Rogelio Alaniz
POR Rogelio Alaniz
A Miguel Cané muchos lo ponderan por haber escrito “Juvenilia” y muchos lo critican por haber promovido la sanción de la ley 4144 o Ley de Residencia. El libro no es lo mejor de la literatura nacional, pero está bien escrito y algunos capítulos están muy bien escritos, en definitiva un libro muy superior a “La razón de mi vida”, mención necesaria, porque el libelista peronista Juan Pablo Feinmann en algún momento intentó compararlos, un gesto que no agrega nada a la memoria de Cané o Evita, pero confirma que en materia de juicios literarios los peronistas son evidentemente incorregibles. La ley 4144 no fue la ley más represiva que debieron sufrir los trabajadores, pero fue la primera; o, como dijera Alfredo Palacios, fue la primera ley obrera, pero no a favor de los obreros sino en contra. Cuesta hacerse cargo, de todos modos, de que la misma mano que escribió algunas de las páginas más enternecedoras de la literatura nacional, fuera la que redactó la ley que promovía la expulsión de los extranjeros “cuya conducta comprometa la seguridad nacional y perturbe el orden público”. La ley, de apenas seis artículos, no se priva de nada. Detiene, juzga, condena y expulsa, atributos todos concedidos al Ejecutivo. El Estado puede expulsar y además, impedir el ingreso de los considerados indeseables. Todo esto sin juicio previo, sin derecho a defensa y sin presunción de inocencia. Una joyita. Los historiadores que quieren a Cané atribuyen la redacción de esta ley a una contradicción intelectual, a un ofuscamiento pasajero que en nada afecta la integridad moral de un hombre que fue querido y respetado por la mayoría de sus contemporáneos. Desde la izquierda y el nacionalismo, se observa que la contradicción no es tal, que todo liberal es por definición antiobrero y antipopular, y que, por lo tanto, la Ley de Residencia demuestra que Cané era un liberal coherente, es decir, alguien que podía disfrutar de la buena vida, la buena literatura y la buena música, pero esos valores humanistas no le impedían pedir mano dura cuando sus intereses de clase se veían amenazados por el populacho. Hay que decir al respecto, que, efectivamente Cané redactó la ley, pero que ese proyecto lo aprobó el Congreso por amplia mayoría, debiéndose mencionar en homenaje a la verdad la intervención de una minoría de legisladores -Emilio Gauchón, por ejemplo- que advirtieron sobre los peligros y la inutilidad de esta ley. Cané no sólo la va a presentar para que se sancione, sino que va a argumentar a su favor. “Me diréis que es poco hospitalaria... que destruye la igualdad civil y otras paparruchadas por el estilo. Nada de eso. Los verdaderos y únicos principios del gobierno consisten en armonizar el orden con la libertad y es muy claro que el poder público no debe encontrarse desarmado frente al extranjero que elige al país como teatro de sus operaciones”. El proyecto de ley fue presentado en 1898 y en ese momento la mayoría del Congreso lo rechazó porque consideraba que el país que había abierto sus puertas a todos los hombres del mundo no podía promover ahora su expulsión. La ley se presentó en 1898, pero fue sancionada en 1902, cuando los mismos legisladores que la habían rechazado cuatro años antes se escandalizaron con las huelgas obreras y consideraron que había que asegurar el orden, confirmando de manera anticipada el principio sartreano de que no hay peor fascista que un liberal asustado. Opinable o no, la ley recién será derogada por Arturo Frondizi en 1958. Esto quiere decir que, por ejemplo, los gobiernos de Hipólito Yrigoyen y Juan Domingo Perón la mantuvieron vigente. Como se dice en estos casos: por algo será. Está claro que la 4144 fue una iniciativa destinada a vigilar y castigar a un movimiento obrero integrado mayoritariamente por extranjeros. De allí a decir que Cané era un asesino o que su libro “Juvenilia” anticipaba “La noche de los lápices”, hay una gran distancia. Más interesante que estas afirmaciones catastróficas es indagar en el itinerario intelectual de un liberalismo progresista devenido en conservador como consecuencia del temor que inspiran las masas en las calles. “Lo que más me revienta es el populacho canalla vociferando en las calles” escribe. Curioso. Los mismos liberales que en su momento ponderaron los beneficios de la inmigración y consideraban que esos extranjeros no sólo venían a poblar a la Argentina sino a reeducarla con su cultura del trabajo, ahora proponían expulsarlos, no a todos, ni siquiera a la mayoría, pero sí a los dirigentes considerados subversivos y enemigos de la patria. Todo sistema político tiene derecho a defenderse y a recurrir a los dispositivos consensuales y represivos que le brinda el Estado para asegurar el orden. El principio es válido en general pero merece situarse históricamente. Ocurre que en los primeros años del siglo veinte la clase dirigente no tenía una respuesta unificada a la cuestión social. Algunos suponían que las soluciones debían venir de la mano de la represión, otros consideraban que los mecanismos represivos debían mantenerse activos, pero, además, era necesario elaborar estrategias que permitan integrar a los trabajadores. Para entender las contradicciones de estos procesos políticos importa saber que el mismo gobierno que decidió sancionar la 4144 le encargará al ingeniero Bialet Massé una investigación detallada sobre la situación de la clase obrera en la Argentina. Con ese estudio que exponía las malas condiciones en las que vivían las clases populares, el gobierno de Roca, a través de Joaquín V. González, impulsó la sanción de un Código de Trabajo muy avanzado para la época, pero que será rechazado, con diferentes argumentos, por conservadores e izquierdistas. ¿Contradicción entre la 4144 y el Código de Trabajo? Así parece al primer golpe de vista, aunque también es lícito pensar que para el pensamiento de la época la exigencia de orden no se contraponía con la exigencia de integrar a las clases populares. Para liberales como Joaquín V. González, por ejemplo, esa contradicción no era tal. Sin embargo no concluye aquí la historia de la relación de Cané con la 4144. Hay una vuelta de tuerca que merece conocerse. El 1 de marzo de 1904, Cané habla por última vez en público. Lo hace en el teatro Victoria con el objetivo de promover la candidatura a senador de su amigo Carlos Pellegrini. Está cansado, se siente enfermo, su escepticismo se parece a la depresión, pero se ha comprometido en apoyar a su amigo. Cané se despide esa noche de la política y, de alguna manera, se está despidiendo de la vida. Cada acto, cada gesto, cada palabra, son como un ajuste de cuentas con el pasado. Inicia su discurso manifestando su apoyo a Pellegrini, pero a los pocos minutos cambia de tema y empieza a hablar de lo que está pasando en la Argentina, de la débil legitimidad del sistema político y de la situación de la clase obrera. Para sorpresa de los presentes y de algunos historiadores mal informados, Cané dice que “la cuestión obrera es la más grave de las cuestiones sociales de nuestro tiempo. Es en vano afirmarse a las antiguas ideas de resistencia y, contra la reivindicación de derechos inviolables, apelar al gendarme. ¿Creéis acaso que estas huelgas que a cada instante estallan entre nosotros responden todas a maniobras de agitadores sistemáticos? Las huelgas, las reivindicaciones sociales legítimas no se solucionan apelando a la Ley de Residencia que es una ley concebida y sancionada contra el crimen y no contra el derecho”. En el discurso del teatro Victoria, Cané vuelve a ser el liberal progresista, identificado con las causas justas, y preocupado por entender los signos de su tiempo, por más que algunos de estos signos les resulten indescifrables. La ley 4144, según su criterio, no se sancionó para perseguir a los trabajadores, se sancionó para castigar a delincuentes. Las explicación parece algo forzada, pero así y todo no deja de ser toda una novedad que se distinga entre delincuentes y trabajadores, sobre todo en un tiempo en que los trabajadores en huelga eran equiparados a delincuentes.
La ley 4144 no fue la ley más represiva que debieron sufrir los trabajadores, pero fue la primera; o, como dijera Alfredo Palacios, fue la primera ley obrera, pero no a favor de los obreros sino en contra.
“Las huelgas, las reivindicaciones sociales legítimas, no se solucionan apelando a la Ley de Residencia, que es una ley concebida y sancionada contra el crimen y no contra el derecho”.