Por Susana Ibáñez
La historia atrapa porque nos preguntamos por qué los adultos actúan como actúan, por qué se equivocan tanto. El encanto reside en los personajes reconocibles y en los paisajes familiares, que nos acercan a la infancia propia.
Por Susana Ibáñez
La nueva novela de Patricia Severín, "Te quedan lindas las trenzas", innova en un género por demás complejo: el de las memorias de infancia. Sin ser un trabajo autobiográfico, la novela recrea el mundo rural que la autora tan bien conoce y el de la ciudad pequeña donde se sabe todo de todos. Ubicada en los años sesenta, la novela relata las vivencias de una niña en tres casas distintas: en la que acaban de comprar sus padres, donde vive con sus hermanos, pero sobre todo en casa de Luisa, la abuela del campo, y en la de Elbia, la abuela de la ciudad. Lina asiste con asombro a situaciones que muestran cuán diferentes son las mujeres que gobiernan cada hogar, y relata, con su decir de niña de diez años, una época de importancia histórica para el campo y su familia. En la escena que abre la novela, la abuela Luisa le enseña a hacer manteca. Mientras Lina se esfuerza con el batidor para no defraudarla, llega el abuelo, les muestra unas pelotitas que parecen de paraíso y les dice que nadie olvidará 1965 porque ese año todo empieza a cambiar: "Se llama soja," dice, "y le dará de comer al mundo".
En un entramado de voluntades que la lleva y la trae a pesar de sus deseos, Lina irá aprendiendo de cada casa lo que luego la constituirá como adulta. Sus aventuras van de la travesura a la tragedia, del relato de costumbres al de misterio: cuenta sobre las labores del campo, el afecto casi doloroso por una muñeca, el padre soñador, los rumores que circulan en la familia sobre la identidad de una tía, el misterio que rodea a otra, las perversiones de un vecino, las peleas entre sus padres y sus abuelos, las crueldades de sus hermanos, su amor por el dibujo, las quejas de su abuela elegante porque los picaflores prefieren el jardín de la vecina. Aunque se trata de una época en la que los adultos decidían y a los niños solo les quedaba obedecer, con su accionar errático y sus discusiones, los adultos de la familia no enseñan a comprender y a dominar las emociones sino a esconder, a rebelarse, a ocultar verdades y a cobrar venganza.
Decía que se trata de un género complejo porque presenta múltiples desafíos: si el pasado que se relata no conlleva guerra y violencia, como ocurre en "Claus y Lucas", de Agota Kristof, las aventuras y travesuras de una niña que crece en un ambiente familiar y sin carencias importantes podrían convertirse en un anecdotario. Lejos de eso, "Te quedan lindas las trenzas" muestra una familia en permanente crispación: los abuelos maternos que trabajan sin descanso, la otra abuela agobiada por guardar las apariencias y por un secreto familiar que la atormenta, la madre exhausta por el cuidado de la casa y de los hijos y sufriendo una constante insatisfacción en su matrimonio, todo se narra desde la conciencia de una niña que no llega a entender pero que ya siente, observa y empieza a juzgar. Aun sin las grandes desgracias que encontramos en otros libros del género, muchas veces autobiográficos, como "Yo sé por qué canta el pájaro enjaulado", de Maya Angelou, o "Las cenizas de Ángela", de Frank McCourt, la historia de Lina atrapa porque, junto con ella, nos preguntamos por qué los adultos actúan como actúan, por qué se equivocan tanto. El encanto de "Te quedan lindas las trenzas" reside en los personajes reconocibles y en los paisajes familiares, que nos acercan a Lina y a la infancia propia.
Otra de las dificultades del género consiste en la formulación del narrador y en el diseño de su lenguaje. En muchas novelas protagonizadas por niños se ha recurrido al punto de vista del adulto que rememora, lo que permite que el lenguaje y la valoración sean también de ese narrador adulto. Tal el caso de "Matar a un Ruiseñor", de Harper Lee, o de "Mi planta de naranja-lima", de José Mauro de Vasconcelos, que se cuentan desde la adultez de los protagonistas. En "Cielos de Córdoba", Federico Falco recurre a un narrador en tercera persona para relatar la vida de su joven protagonista. En "Las tumbas", en cambio, Enrique Medina ya confiaba en la contundencia de la voz del niño que narra su propio recorrido por las instituciones juveniles. De la misma manera, Severín ha elegido el punto de vista de Lina y el lenguaje llano de la niña, pero además narra en un presente inmediato, casi urgente. La sencillez del lenguaje, en el que se insertan los diálogos de los adultos y los ecos del piamontés del inmigrante, va acompañada de una conciencia que observa y reacciona pero que no puede todavía reflexionar y de una construcción de realidad que se corresponde con la de una niña del interior en los años sesenta, cuyo mundo por momentos se circunscribe a su relación con su muñeca Roberta. El hallazgo de la autora estriba en que esta voz narradora, que va madurando lentamente a lo largo de la historia, no es la única: va acompañada de una segunda voz narratorial, articulada en segunda persona y orientada hacia Lina.
La novela se encuentra dividida en tres partes. En las dos primeras, Lina narra lo que ocurre cuando visita a los abuelos del campo y luego lo que vive en casa de la abuela Elbia, mientras la segunda voz acota lo que la niña todavía no comprende. En la tercera parte, la segunda voz se encarga de desarrollar íntegramente el viaje que la familia en pleno hace a las cataratas. Esta narración íntima, afectuosa, tal vez la de una Lina adulta que le habla a la niña, o la de la misma autora, es la que mejor comprende a las figuras masculinas, distantes y hostiles por momentos, y a las femeninas, a veces frívolas, otras tesoneras y cariñosas, cada una con una forma diferente de afectividad; es la que explica, además, qué ocurrirá con los hijos de esa familia en el futuro, acaso como consecuencia de esa crianza contradictoria que enseña a dedicarle la vida al trabajo y al progreso pero también a disfrutar del lujo, a abandonarse al despilfarro y a sostener las apariencias.
Otro aspecto interesante del libro es la inclusión de ilustraciones, un rasgo poco común en la literatura para adultos: los dibujos infantiles, además de relacionarse linealmente con el relato, conforman un contrapunto que le aporta calidez a la historia y que subraya el punto de vista de una niñez que intenta capturar el mundo con trazo vacilante pero ojo agudo. En continuidad con obras anteriores, la autora también recurre al uso creativo de la puntuación y a diálogos enfáticos, de tonos cambiantes, que contrastan con el susurro de la narración.
La pregunta dramática que parece haber guiado a Severín es qué ocurre con una niña que recibe indicaciones tan contradictorias acerca del mundo, la familia, el bien y el mal. ¿Puede una persona llevar en sí dos mundos, o deberá elegir uno y desechar el otro? Las trenzas son el leitmotiv de la historia: la niña insiste en peinarse de esa forma y las abuelas quieren cortárselas, pero en su deseo de retenerlas se va perfilando una voluntad férrea que se opondrá no solo a los deseos de los demás sino al mundo todo. Esa raya al medio que separa su cabello en dos, bien puede iluminar lo que ocurre en ella a partir de las dos crianzas: habla de la prolija división, del control de los detalles, del poder que ejerce sobre su cuerpo y, mucho más adelante, sobre su destino. Hasta la simple enseñanza de cómo batir manteca la acompañará en su deseo de transformar una realidad en otra, de hacer de una cosa que abunda otra que escasea. Aunque la vida de Lina tomará un curso inesperado y continuará lejos de su tierra, probablemente nunca se distancie demasiado de aquellos primeros años entre el campo y la ciudad. A la larga, puede que sea como dice Rilke en el epígrafe de la novela: "La única patria que tiene el hombre es la infancia."
La historia de Lina atrapa porque, junto con ella, nos preguntamos por qué los adultos actúan como actúan, por qué se equivocan tanto. El encanto reside en los personajes reconocibles y en los paisajes familiares, que nos acercan a Lina y a la infancia propia.
Qué ocurre con una niña que recibe indicaciones tan contradictorias acerca del mundo, la familia, el bien y el mal. ¿Puede una persona llevar en sí dos mundos, o deberá elegir uno y desechar el otro?
Patricia Severín nació en Rafaela, vivió muchos años en Reconquista y reside en Santa Fe desde 2010. Es poeta, narradora y editora. Entre sus libros de poemas se destacan "Poemas con bichos" y "Eclipses familiares". Publicó los libros de cuentos "Las líneas de la mano", "Solo de amor", "Helada negra" y "Mamá quiere ver las rosas". Ha publicado además las novelas "Salir de cacería" y "La Tigra". "Te quedan lindas las trenzas" es su tercera novela.