La libertad que derriba muros, un triunfo de la esencia humana
Noviembre de 1989. En medio de una creciente presión interna e internacional, el gobierno de la RDA anunció en una confusa conferencia de prensa que las fronteras se abrirían. En pocos minutos miles de alemanes se congregaron en ambos lados del muro para celebrar el hecho y empezaron a destruir esa vergonzosa barrera que los separaba.
El Muro de Berlín (1961-1989) marcó una época para la generación de la segunda mitad del siglo pasado. Es la imagen concreta de la Guerra Fría y el choque de dos modelos políticos, sociales, económicos y culturales. Fue ni bien terminó la Segunda Guerra Mundial que esa disyuntiva entró en conflicto. Pero donde más se sintió fue en el corazón de Europa Central, en la capital de Alemania.
En esa disputa surgieron dos países de un mismo pueblo: la República Federal de Alemania (RFA), bajo influencia norteamericana y con un sistema capitalista; y la República Democrática Alemana (RDA), con un sistema socialista y de control soviético. Pero fue la Alemania Oriental, no la Occidental, la que terminó levantando un muro. Se calcula que entre 1949 y 1961, más de 2.7 millones de personas huyeron a Berlín del Oeste.
El muro de Berlín fue erigido en una primera parte casi en una sola noche, sin previo aviso, el 13 de agosto de 1961.
La historia nos enseña que las murallas se construyen vigorosamente desde tiempos antiguos, desde las primeras civilizaciones, pasando por China, el Imperio Romano o las ciudades-estado de la Edad Media. Todas esas murallas tenían un solo propósito: evitar invasiones. En cambio, el muro erigido por órdenes de Moscú no era para impedir invasiones, sino para imposibilitar la salida de los propios habitantes.
El simple hecho de entender de esta forma tal medida evidencia el fracaso de un modelo y el éxito del otro. Tuvieron que pasar muchas cosas en el medio hasta llegar a fines de la década de los 80 para que una desgastada Unión Soviética terminara cediendo. El 9 de noviembre de 1989, una multitud se congregó junto al muro y derribaron la barrera que los había desunido durante casi tres décadas. Aquella noche fue un antes y un después, un punto de inflexión en la Guerra Fría. Se cumplen treinta y cinco años de aquel hecho en el que la democracia se impuso por sobre la dictadura, en que la libertad se impuso por sobre la opresión.
La libertad es, por encima de todo, el principio fundamental sobre el cual debe descansar la existencia y la esencia misma del ser humano. Como decía el filósofo Isaiah Berlin, "la libertad no es un lujo ni un ideal utópico, sino una necesidad esencial, una forma de respeto a nuestra dignidad y a nuestra capacidad de decidir".
Friedrich Hayek advertía que sin libertad no sólo se priva a las personas de sus derechos, sino también de su capacidad de contribuir al bienestar común a través de sus talentos y decisiones. Este anhelo de vivir sin cadenas ha sido retratado en múltiples formas a lo largo de la historia. La fecha del 9 de noviembre nos recuerda que la libertad sólo es posible sin barreras ni imposiciones. Además, así como cualquier hábito, se contagia entre los seres humanos. Las ex naciones soviéticas despertaron del yugo y tomaron su impulso independentista.
Un caso de ejemplo es el de Checoslovaquia y la Revolución de Terciopelo. En solo meses, el pueblo checo se unió para liberarse del régimen comunista que durante décadas había silenciado sus voces y limitado sus derechos. Pero no hicieron falta fusiles ni violencia, solo un grito unificado de ser libres y de autodeterminar su futuro. Esa independencia pacífica fue un poderoso testimonio de la fuerza de la libertad y de que los muros de opresión y los sistemas de control absoluto son, al final, insostenibles ante la voluntad de un pueblo que anhela vivir sin cadenas.
También vale aclarar que la libertad no es solo la posibilidad de elegir, sino el deber de hacerlo con consciencia y respeto. La verdadera esencia radica en la capacidad de tomar decisiones propias y en aceptar plenamente las consecuencias de esas elecciones. Como bien señala Benegas Lynch, "el liberalismo es el respeto irrestricto de los proyectos de vida del prójimo". Esto no significa una simple tolerancia, sino un respeto genuino hacia el otro y su derecho a ser y vivir como desee.
Nuestra Constitución protege la libertad como un derecho inalienable, pero no es el Estado quien nos otorga ese derecho; es una condición inherente a la existencia. La Constitución simplemente reconoce algo que nos pertenece por naturaleza. Los derechos a la libre expresión, a la propiedad privada y a la libre asociación no son favores, sino garantías que reflejan el compromiso de la sociedad con la dignidad humana.
A treinta y cinco años de la caída del muro, la reflexión, primero, debe estar en poder hablar de un día épico, una jornada que bien merecería ser recordada como el Día de la Libertad, que muchos intelectuales liberales ya denominan de dicha forma. Y la segunda moraleja es aplicar algo de esa cultura de los años 80 y 90 que triunfó sobre un modelo autoritario y opresivo.
Los muros de nuestro tiempo, en el caso de Argentina, no son de concreto, pero no por eso menos visibles. La pobreza, la decadencia económica durante décadas y el abuso de una clase política parasitaria, son esas barreras a derribar, pero sólo podrán tirarse abajo dejando florecer a la esencia humana, esa que hace 35 años supo demoler a un régimen entero.
(*) Project Manager de la Fundación Internacional Bases.
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