Pocas cosas son tan genuinas como los títulos históricos de la ciudad de Santa Fe para convertirse en la sede nacional de un complejo monumental y educativo que evoque y difunda el crucial momento constitutivo del moderno Estado argentino y sus sucesivas actualizaciones.
La provincia de Santa Fe fue firmante de todos los pactos preexistentes referidos en el Preámbulo de la Constitución Nacional sancionada el 1° de mayo de 1853 en el salón del primer piso del viejo y desaparecido Cabildo de la capital provincial (tratados del Pilar, Benegas, ambos en 1820; del Cuadrilátero, 1822; Federal, 1831; el Protocolo de Palermo y el Acuerdo de San Nicolás de los Arroyos, ambos en 1852).
Mirá tambiénLa ciudad de Santa Fe en el proceso de ocupación del territorio provincialAquellos pactos anudados entre provincias en un escenario de guerra civil, jalonaron el camino hacia la Organización Nacional, encuentros que, más allá de frecuentes decepciones, tuvieron sus puntos más altos en el Pacto Federal de 1831 y el Acuerdo de San Nicolás de 1852, negociaciones que, con mayor o menor entusiasmo político e institucional, al cabo produjeron la convergencia de la totalidad de las provincias ante el desafío común, tantas veces frustrado, de constituir el país.
En ese largo recorrido, el brigadier general Estanislao López, gobernador de la provincia de Santa Fe (1818 – 1838) fue el más consecuente de los promotores constitucionales, pese a las dudas de muchos, incluidos integrantes de su alianza, y las trabas de quienes estaban francamente en desacuerdo, por considerar que las brevas político-culturales todavía estaban verdes (entre ellos, su socio de bandera y, a la vez, contradictor, Juan Manuel de Rosas).
De hecho, López predicó con el ejemplo, como lo prueba la sanción del imperfecto Estatuto Provisional de 1819, primera norma de rango constitucional aprobada en una provincia de lo que más adelante será la República Argentina. Digo imperfecta porque mezclaba instituciones provenientes del régimen español prerrevolucionario con otras de moderna concepción. Por ejemplo, avanza con la concesión de la ciudadanía a todo americano, precepto que desplaza la anterior noción de vecino afincado y propietario, propia del régimen monárquico español. Pero restringe la efectiva participación política de quienes no profesaren la religión católica, apostólica y romana. La restricción se extendía a los deudores ejecutados y a aquellos cuyas ideas y actitudes hubiesen colisionado con las del proceso independentista o la causa de la autonomía provincial. Son recortes jurídicos comprensibles en una situación de guerras civiles e internacionales (entre las provincias y contra España) pero no puede soslayarse que "provisionalmente" afectan derechos incluidos en la definición y alcance de una ciudadanía de amplio espectro.
Otro tanto ocurre con la incorporación al texto del Estatuto santafesino del concepto de la soberanía popular que rompía con los fundamentos del absolutismo monárquico, imperante hasta poco antes, pero que delegaba su representación en un órgano formado por siete electores, estructura en la que se advierten rémoras de raíz colonial. En fin, se trataba de ideas tomadas de los procesos constitucionales de los Estados Unidos de Norteamérica (1776 – 1787) y Francia (Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en 1789), proclamaciones humanistas dirigidas a pueblos con amplios índices de analfabetismo que, partir de las formulaciones programáticas escritas por las vanguardias ilustradas, empezarán una larga marcha de aprendizajes, principalmente educativos, hacia el deseado estatus de ciudadanos plenos. Por nuestra parte, en el tiempo del primer Estatuto provincial, la situación social era aún peor: escaso volumen poblacional y mínima existencia de escuelas, ya que la principal, y por momentos única, era la de la orden franciscana, en cuyas aulas hizo sus estudios básicos el futuro general y gobernador Estanislao López.
Pero a pesar de sus deficiencias y contradicciones, fue el primer ensayo constitucional que, incluyendo principios filosóficos y normas e instituciones modernizadoras, fuera sancionado en la vasta geografía de las Provincias Unidas, denominación más aspiracional que efectiva. Fue, por lo demás, el primer cuerpo constitucional de una provincia que habrá de irradiar hacia las otras su claro mensaje organizador. Dentro de esa tradición acuerdista y constitucionalista, la protoconstitución derivada del Pacto Federal de 1831 se firmó en Santa Fe, donde desde ese año y hasta la realización del Congreso General Constituyente de 1853, operó la Comisión Representativa de los Gobiernos de las Provincias Litorales de la República Argentina, integrada en primera instancia por los representantes de Santa Fe, Entre Ríos y Buenos Aires, y luego ampliada con los de las otras provincias.
En rigor, incluida la reforma nacional constituyente de 1994, aprobada por unanimidad, todas las convenciones fueron alcanzadas por las influencias políticas de quienes predominaban en el momento de sus respectivas convocatorias (1853, 1860, 1866, 1898, 1949, 1957 y 1994, la última y más ecuménica). Como dato adicional, cinco de las siete tuvieron lugar en Santa Fe, la última compartida con Paraná y un acto final en el Palacio San José, histórica residencia de Urquiza. Es sano reconocerlo para dejar de lado las verborreas puristas o cerrilmente ideológicas, y asumir con madurez la intervención de intereses sectoriales en tensión, puestos en juego en cada circunstancia. Al cabo, es importante y trascendente tener una Constitución que a todos nos contenga bajo el paraguas de la ley, con los consiguientes derechos y obligaciones de la ciudadanía, legislados en busca de un razonable equilibrio institucional y social.
Demasiado hablamos ahora de sueños (que parafraseando a Calderón de la Barca, "sueños son"); de derechos, sin la contracara de los deberes; de utopías que, como el vocablo indica, no existen en ningún lugar del mundo concreto, y suelen invocarse en los lindes del "milagro" y la patología; de las autopercepciones, vaporosos conceptos expresivos de confusiones personales, con efectos de desorganización social; del fenómeno de la sociedad líquida, que se opone a cualquier noción de consistente construcción ante los reales desafíos de la vida y el tiempo; del siga, siga, propio de oportunistas e irresponsables; de la violación de las normas y el sentido de las instituciones, desvíos que fertilizan el terreno para la delincuencia y allanan el proceso deconstitutivo del país; de la expansión valorativa de la militancia sobre el mérito bien adquirido en la selección de trabajadores para el sector público, a menudo vectores, por acción u omisión, de la decadencia y el latrocinio; del incremento de la amoralidad en el plano personal y de la anomia en el social.
Cuando ya se han cumplido 170 años de la sanción constitucional que organizó el país bajo parámetros modernos, urge refrenar el potro de la degradación argentina. Con esa preocupación, autoridades municipales, con el apoyo de gobiernos provinciales, algunos aportes de la Nación y el esfuerzo de voluntarios nucleados en la Asociación del Museo y Parque de la Constitución Nacional, mucho han hecho para implantar este complejo histórico-cultural rodeado de un amplio parque natural contiguo al río Santa Fe. Y convertirlo en una atractiva y efectiva usina de formación ciudadana que, desde la capital provincial pueda contagiar al país la voluntad de mitigar los daños ocasionados por el apartamiento frecuente de leyes y principios filosóficos e institucionales que sirven de cimiento al edificio común de la Constitución Nacional.
No es tarea fácil, porque la acumulación de ideas y prácticas deletéreas corroe de continuo sus cimientos. Pero no es irrealizable en la medida que muchos más santafesinos y argentinos, escaldados por los efectos visibles y mensurables de tantos nefastos desvíos, contribuyan a encarrilar el país en la vía segura de nuestra Ley Fundamental.
(*) Contenidos producidos para El Litoral desde la Junta Provincial de Estudios Históricos y desde la Asociación Museo y Parque de la Constitución Nacional.
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