¿Por qué las esculturas religiosas nacidas de gubias guaraníes suscitan en uno (al menos en mí) una inclasificable vibración interior? ¿Turbación? ¿Inquietud? ¿Conmoción? No encuentro la palabra precisa para definirlo, pero algo acontece dentro del observador que está en condiciones de sintonizar las irradiaciones de tallas que son algo más que la manida reproducción de imágenes pertenecientes al santoral de la Iglesia católica. Hay en ellas, debajo de la capa esculpida, una raíz arcaica, precristiana, asociada con todas las cosmovisiones paridas por la humanidad desde la noche de los tiempos.
En el Museo Histórico Provincial Brig. Gral. Estanislao López, hay varias piezas de ese origen, procedentes de la importantísima donación de la Compañía de Jesús realizada en 1943/44. Son las que motivan este comentario.
San Juan Bautista en versión guaraní. José G. Vittori / Museo Histórico Provincial
Desde el primer encuentro de guaraníes y misioneros ignacianos en el siglo XVII, la evolución de la estatuaria pasó por varias etapas, una primera, bastante básica, en las que las dos partes de una nueva ecuación cultural se analizaban mutuamente, particularmente los indios del Paraguay o fracciones de ellos, que se habían integrado a las tramas -defensivas y ofensivas, convivenciales y guerreras- gestadas por Domingo Martínez de Irala con caciques guaraníes en situación de litigio con otros jefes tribales. Era la aplicación práctica de principios tales como "la unión hace la fuerza" y "el enemigo de mi enemigo es mi amigo".
Así, el Paraguay del siglo XVI se poblará de mestizos que serán determinantes en las expediciones fundadoras de las ciudades-jurisdicciones de Santa Fe (1573) y la segunda Buenos Aires (1580). Pero aquellas conquistas territoriales en la amplia cuenca del Río de la Plata, serán seguidas de otro tipo de "conquista", la espiritual, por vía de la religión católica, más sutil, compleja y expuesta a los efectos cruzados de las hibridaciones. No será fácil para la cultura dominante, la euro-hispana, cruzar las barreras defensivas de pueblos que, en este encuentro inesperado y forzoso, levantaban la guardia en actitud preventiva. Se trataba de gentes que, más allá del trato amoroso que pudieran darle algunos misioneros jesuitas y franciscanos, trataban de decodificar intenciones y comprender las representaciones físicas y los trasfondos teológicos de un mundo desconocido que les hablaba de sus creencias como las únicas verdaderas.
Bozidar Sustersic, investigador del Conicet especializado en la cultura guaraní, ofrece pistas para comprender las tensiones producidas entre los protagonistas de aquel encuentro. Expresa que, para la Iglesia, "los retablos eran escenarios donde las imágenes incitaban a la devoción y el arrebato místico, como estadios de una permanente conversión". En cambio, para el guaraní, "ajeno a esta intencionalidad, el arte era una manifestación de lo asombroso, del poder chamánico de los artistas, los 'santos apohava' (los hacederos de santos, los imagineros), que lograban imprimir en una materia dada (madera, piedra), no negándola sino ritualizándola mediante ocultos conjuros de leyes visuales, de simetría, de frontalidad, de paralelismo y disposición rítmica de elementos repetidos (pliegues de paños, cabellos, detalles anatómicos, etc.). Y concluye que es difícil pensar en dos mentalidades más diferentes".
Sin embargo, por encima de visiones y creencias diversas y contradictorias, estos dos mundos irán convergiendo en síntesis diferentes de sus respectivos patrones de origen. Sustersic señala que pese a los intentos iniciales de 'europeizar' el arte de los guaraníes, a menudo, los mismos maestros (jesuitas procedentes de diversos países europeos, entre los que sobresale el arquitecto y escultor milanés Giuseppe Brasanelli) fueron impactados por el lenguaje de las formas geométricas y monumentales de sus alumnos, con la consiguiente incorporación de elementos originarios de la mentalidad guaraní, proceso demostrativo de que la transculturación fue un fenómeno ambivalente.
Es habitual observar en las obras más relevantes de los imagineros de este pueblo aborigen, el apartamiento de la teatralidad escultórica del barroco europeo y las acentuaciones retóricas del arte aprobadas por el Concilio de Trento (1545 - 1563), veta emocional llevada al extremo por el catolicismo en respuesta al avance de la Reforma protestante, caracterizada por su asepsia icónica.
Para el guaraní, en el enfoque de Sustersic, que comparto, "los gestos expresivos de sufrimiento o éxtasis no alteran las facciones de sus Cristos, Dolorosas y santos… La contención y ritualización de la expresividad de sus figuras pueden resultar hieráticas y atemporales, pero nunca carentes de nobleza y dignidad."
Un juvenil y guerrero San Miguel Arcángel. José G. Vittori / Museo Histórico Provincial
Si los misioneros enfatizaban los aspectos religiosos y didácticos que esas imágenes comunicaban, las percepciones y propósitos de los artistas guaraníes discurrían por otros carriles. Es que para ellos, al margen de la carga simbólica de los modelos que los de Loyola se empeñaban en destacar, pesaba mucho su relación con la naturaleza habitada por espíritus diversos, con la madera que el bosque entregaba para que el imaginero pudiera trabajar, con los númenes que habitaban las vetas del cedro a esculpir, a los cuales había que evocar y complacer para que todo saliera bien, y que el poder curativo (físico y moral) de las imágenes con las que convivían a diario se manifestara a través del ritual del tacto o por su simple presencia en el espacio compartido. Por razones distintas, pero convergentes en la dimensión espiritual, las imágenes tenían efectos balsámicos y apaciguadores dentro de los grupos convivientes en las misiones.
Algunas imágenes de la donación jesuítica al museo refirman, al menos en parte, lo dicho en las líneas anteriores. La principal de ellas es una escultura de 1,70 m de altura, realizada en un grueso tronco de cedro ahuecado en su parte posterior para quitarle peso, que representa a la Virgen de los Dolores. Se trata de una pieza que impacta por su volumen y la calidad de su talla, pero sobre todo porque materializa las consideraciones desplegadas en párrafos anteriores. En primer lugar, el dolor expresado sin estridencias ni gestos exagerados, contenido en el pecho por las manos cruzadas sobre el corazón, los ojos abiertos a la realidad de la Pasión de Cristo, sin desmayos ni quebrantos, erguida en toda su altura y dignidad, con una energía que emerge de su interior y, en la superficie, agita con fuerza las vestiduras, exteriorización del vigor espiritual de esta escultura con "payé", que aúna la hagiografía católica con preexistentes poderes chamánicos.
Rostro de San Juan Nepomuceno. José G. Vittori / Museo Histórico Provincial
La segunda, también de cuerpo entero, aunque de menores dimensiones, corresponde a San Juan Nepomuceno, pieza escultórica y personaje histórico al que dedicaré mi siguiente nota. Baste decir aquí que su gesto severo y adusto, ratifica lo mencionado respecto de la contenida expresividad de la talla guaraní, debiéndose agregar que el rostro sonrosado presenta una de las mejores carnaciones que quien escribe haya visto en la variopinta producción de imágenes correspondientes al siglo XVIII. Otro tanto puede decirse de otras dos polícromas imágenes de bulto que reproducen, en tamaño decreciente, a San Miguel Arcángel, vestido de guerrero, con rostro joven e inconmovible pese a haber perdido su espada o lanza originaria en un vericueto del tiempo; y un San Juan Bautista retacón, fuerte de piernas (como los guaraníes), que levanta su mano derecha, erguido su dedo índice, en el gesto característico de quien predica una buena nueva siempre huidiza.
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