El patrullero abría camino con sus luces azules, y detrás venía el auto con el chico atropellado, sentado como mejor podía en el asiento delantero. Al llegar a la guardia del Cullen, el panorama pintaba desolador porque no eran pocos los que allí esperaban atención, pero esperanzador a la vez porque todo se veía limpio y diáfano, en silencio y ordenado.
Un par de horas antes, con las primeras luces de una mañana fría, un auto que pretendía entrar atropelló a un chico adolescente que dormía allí, en el suelo, un poco protegido de las inclemencias nocturnas pero a la vez desprotegido, vulnerable, pues aquel era lugar de paso. En general no dormía allí, en la bajada que da acceso al estacionamiento subterráneo de un edificio de la calle San Martín, al sur, sino justo enfrente, en un vestíbulo discreto de la otra vereda. Pero, la noche previa de aquella mañana, el sereno lo había expulsado de dicho vestíbulo, ni me quiero imaginar con qué palabras, con qué modales, con qué consenso, con qué derecho, y el chico no tuvo otra que refugiarse allí donde a primera hora lo atropellarían.
Ciertos adolescentes duermen cada noche en las calles santafesinas, y todos quedan así expuestos tanto a los descuidos de unos como a la maldad de otros. Hacia ellos no se dirige la propaganda electoral, en absoluto, porque ya se sabe que los candidatos buscan por un lado el voto de algunos mientras que, por otro lado, buscan que no voten aquéllos que con toda certeza les votarían en contra. Es una estrategia conocida, es la estrategia de excluir a quienes no interesan, para que no molesten.
No sé ni cuánto ni cómo aquel auto atropelló al chico dormido, o ya medio despierto, cuando comenzaba a bajar por la rampa de la cochera. Lo que sí sé es que el chico consiguió ponerse de pie, inestable consiguió subir a la vereda, balbuceante consiguió cruzar la calle, y ya sin fuerzas cayó vencido, como desmoronado, en la vereda fría y aún húmeda. Justo pasaba por allí un transeúnte que pudo verle sangre en la cabeza y observar que con los brazos en particular, y el cuerpo en general, hacía unos movimientos como convulsos, tal vez espasmódicos, algo más que escalofríos, sin por ello perder la conciencia.
El atropellador, un hombre joven y bien vestido pero con poco control sobre sí mismo, se bajó del auto tan pronto como se dio cuenta de lo que había hecho. El transeúnte lo describiría después como nervioso y agitado, y tuvo la sensación de que estaba real y sinceramente preocupado por la suerte del chico que había atropellado. Pero ya se sabe que no basta con querer hacer, o hacer ver que se quiere hacer, sino que hay que hacer con una razonable solvencia, lo que en general exige ciertos conocimientos y, sobre todo, saber cómo aportar serenidad y objetividad a la situación, a las circunstancias, y esto quedó claro mucho más en el transeúnte que en el atropellador.
El transeúnte miró al chico con respeto. Aunque luego aseguraría tener dieciocho años, parecía de menos edad. Delgado, desgreñado, sucio y con poco abrigo, miraba con calidez, como quien pide ayuda pero no limosna. Dijo llamarse Sebastián y carecer de familiares que le pudieran dar cobijo. Al padre lo definió como alcohólico, y como agresivo definió a su único hermano. La madre, dijo que había muerto no hace mucho, y se refería a ella con amor. Aseguraba sentirse, estar solo. Y que había terminado séptimo grado.
Entonces quiso ponerse de pie, y el transeúnte lo ayudaba mientras el atropellador llamaba a su esposa, que vino rápida y decidida, y no tardaría en ofrecerle, al atropellado, una taza de té caliente y unas facturas del bar de la esquina. El transeúnte, que es vecino del barrrio, trajo una frazada con la cual el atropellado se envolvió. Seguía con sangre en la cabeza. Había que llamar a una ambulancia para llevarlo al hospital.
Llamaron a unos, pero les dijeron que había que esperar, no se sabe cuánto, que ponían el caso en lista de espera. Luego llamaron a los otros, pero aquí encontraron peor respuesta: no tenían ambulancias disponibles. Luego llamaron a ciertas ambulancias privadas de la ciudad, que se negaron a prestar servicio con diversas excusas: que no atienden casos de la calle, que no tienen personal, que necesitan orden médica, que ni siquiera pagando.
Los servicios que debían estar disponibles, entonces, no lo estaban. En estos tiempos de mucha palabra y mucha imagen, tiempos de miradas tiernas y de sonrisas igualmente retocadas, a todos nos conviene pensar fríamente y no dejarnos llevar por la vanidad del anuncio. La realidad es diferente.
Fue entonces cuando pasó un patrullero. El transeúnte se lanzó al medio de la calle para detenerlos. Eran dos, un policía y una policía, ambos de sueldo bajo pero de gran corazón. Efectivos, amables, profesionales, serios, de verdad, sin retoques. La realidad está aquí. Rápidamente se involucraron en el problema, mientras a Sebastián le seguía sangrando la cabeza. Ambos de sueldo bajo pero de gran corazón. Tal vez la inversa de quienes hoy se postulan sin explicar de verdad para qué, ni con qué, ni cómo. Ni con quién, ni para quién.
En la guardia del Cullen
Luego llegaron a la guardia del Cullen. Pasaron por el proceso de clasificación del paciente. Lo atendieron cuando no habían pasado ni cinco minutos, una doctora y una enfermera, ambas de sueldo bajo pero de gran corazón. Efectivos, amables, profesionales, serios, de verdad, sin retoques. La realidad está aquí.
El paciente no llevaba identificación alguna, porque no existe, está excluido, marginado, nadie le dirige mensajes siquiera publicitarios, no interesa. Más bien interesa que no vote, porque si vota complica las cosas.
Esto que pasó y que ahora explico a mi manera ocurrió el lunes 5 de junio. Mientras Sebastián yacía en el suelo, otros pasaron por allí, pero nadie, ninguno preguntó siquiera qué pasa. Mucho menos qué puedo hacer. Excepto un señor y una señora que se acercaron para ver, y se fueron en seguida mascullando no sé qué contra esta juventud perdida.
Error, señoras y señores. No es la juventud la que está perdida, sino nosotros los que andamos perdidos, puesto que no sabemos ofrecerles lo que necesitan. Y quien está perdido es blanco fácil del canto de sirenas, pese a saber que estos cantos llevan la nave al naufragio.
Varios pasaron, miraron y se cruzaron a la vereda de enfrente. Si de verdad queremos que esta juventud, nuestra juventud, tenga perspectivas reales, más que esperar a que te traigan la solución en bandeja, hay que acercarse y preguntar: Y yo, qué puedo hacer.
Ahora que hay que votar, es decir, que hay que elegir en quien confiar para que trabaje por el bien común, conviene recordar que hay una infancia y una adolescencia que, excluidos, no despiertan el interés de casi nadie.