"(…) la gravitación del amor, que nos justifica". Jorge Luis Borges / Poema en "Cuaderno San Martín" (1929).
"(…) la gravitación del amor, que nos justifica". Jorge Luis Borges / Poema en "Cuaderno San Martín" (1929).
Hay que diferenciar a los que aman de aquellos circunscriptos a que los amen. No deben quedar confundidos. Son dos trayectorias opuestas, con diferente dignidad y una distancia vertical abismal entre ellos. La altitud espiritual, la trascendencia del que ama hacia lo diferente (que implica el otro, el amado), no debe quedar mezclada con la pasividad complaciente y narcisista del que sólo todo lo espera. Unos salen hacia un encuentro, los otros permanecen quietos y abrazados a sí mismos, egoístas, sin conocer el vértigo de la trascendencia.
En ese sentido, como escribió el poeta Roberto Juarroz, vale la pena saber que: "El corazón modela cimas,/ alfarero de alturas,/ pero a veces esas mismas alturas/ le impiden descender.// Prisionero entonces de su propio trabajo,/ se adelgaza en el límite del cegado retorno/ y llueve gota a gota/ sobre el tiempo perdido.// Hay vidas que son como la lluvia./ La lluvia es también el testimonio/ de corazones cautivos más arriba". La dignidad está en amar, en trascender, el filósofo argentino Francisco Romero expresó que el ser de la persona es trascender, que la persona es pura trascendencia. Incluso se trasciende sin llegar a ser amado y quedando cautivo en las alturas.
Queda a salvo esa dignidad, entonces, aunque no haya encontrado, luego de su arribo a la cima, a nadie. Es que quien ama efectúa un acto de creación, como bellamente enseñó Antonio Machado: "Todo amor es fantasía;/ él inventa el año, el día,/ la hora y su melodía;/ inventa el amante y, más,/ la amada. No prueba nada,/ contra el amor, que la amada/ no haya existido jamás".
Una vez que se trasciende por amor, nace otro ser en uno y ya no se es más el mismo. Vivencia que no conoce el que únicamente recurre al amor para ser amado. Así lo advirtió Juarroz: "Amar es la mayor aceptación,/ pero también el mayor asombro./ Quizá no sepamos de qué ante qué,/ pero percibimos por fin algo más que lo diferente,/ tal vez más diferente todavía.// Y así se pone en crisis/ la ambulatoria duplicidad de cuanto existe./ El esfuerzo de ser uno/ encuentra su descanso/ en el esfuerzo de ser dos./ Y sólo entonces/ dos es más que uno./ O quizá/ más que ninguno".
El filósofo español José Ortega y Gasset describió esa gravitación del alma de los enamorados en su escrito "Vitalidad, alma, espíritu" (en "El Espectador V", año 1926). Circunscribió, en principio, el lugar que ocupa el alma en el engranaje de la vida. El mundo opera desde su centro metafísico y, ante él, quien tenga un alma formada plenamente, tiene su propio centro, aparte y suyo. De esa manera, expresó el filósofo, el alma es "vida excéntrica". El hombre se siente individual gracias a esa "misteriosa excentricidad" del alma.
Cada uno está encerrado en el reducto de su alma, resaltó el pensador madrileño, "manando sentires y anhelos desde un centro que soy yo y no es del Universo". Ahora bien, el hombre tiene el punto de referencia en su alma y nada más que en ella, gira en torno de la misma, sin descanso alguno y ahí está su destino. Es evidente el desgaste que ello produce en el quehacer diario durante toda la vida, el alma se fatiga y ambiciona reposar "sobre algo que no sea ella misma", pero –sostuvo Ortega- "no hay remedio, hay que seguir ruta adelante, hay que seguir siendo el que se es".
Ante este irremediable abandono al aliento propio, por vivir excéntricamente, Ortega y Gasset sólo encuentra un lugar para descansar el alma, en fin, para dejarse gravitar: "un remedio existe, sólo uno, para que el alma descanse: un amor ferviente a otra alma". Entonces, hay una corrección a la excentricidad cuando el alma enamorada transfiere a otra alma su centro de gravedad, "sin dejar de ser alma". Así el filósofo concluyó: "¿qué es amor, sino hacer de otro nuestro centro y fundir nuestra perspectiva con la suya?". Amor que puede verse representado en la mujer pintada por el artista austríaco Gustav Klimt, en su lienzo al óleo y panes de oro titulado "El beso" (1907-1908), en donde ella, despreocupada, se entrega y abandona a su amado que la abraza.
En este ir hacia el otro por amor, con todo lo que ello implica y cambia en la vida de quien lo hace, se requiere -para que no pierda su cabal sentido- estar bajo el amparo que brindan los rituales, las ceremonias, lamentablemente depreciados en estos tiempos. El pensador surcoreano Byung-Chul Han, en su libro "La desaparición de los rituales. Una topología del presente" (año 2019), analiza el sentido de los ritos en la vida. Estos son acciones simbólicas, nos dice el filósofo, que transmiten y representan valores y órdenes que mantienen una cohesión. Permiten, facilitan, entonces, la unión, el enlace entre las personas. La "percepción simbólica" ocupa un lugar constitutivo en ellos. Lo simbólico, observa Byung-Chul Han, aporta aquellas "imágenes y metáforas generadoras de sentido y fundadoras de comunidad que dan estabilidad a la vida". A su vez, la vida con los rituales queda estabilizada "gracias a su mismidad, a su repetición. Hacen que la vida sea duradera".
El filósofo surcoreano recuerda que Roland Barthes pensaba los ritos y las ceremonias desde la función que cumplen de instalar en un hogar, es decir, proteger como una casa, como algo que permite habitar el sentimiento. Profundiza esa idea Byung-Chul Han al considerar que los rituales "transforman el 'estar en el mundo' en un 'estar en casa'. Hacen del mundo un lugar fiable. Son en el tiempo lo que una vivienda es en el espacio. Hacen habitable el tiempo". Esta circunstancia, le permite sostener que "quien se entrega a los rituales tiene que olvidarse de sí mismo. Los rituales generan una distancia hacia sí mismo, hacen que uno se trascienda a sí mismo".
Quien ama dando lugar a los rituales obtiene el cobijo necesario, recibe sus atributos recién descriptos que son afines a esa alma generosa. Permite percibir este vínculo estrecho entre el amor y los rituales, el aprendizaje y la experiencia que tuvo Clarice Lispector. La escritora brasileña contó que ella "hacía del amor un cálculo matemático equivocado: pensaba que, sumando las comprensiones, amaba. No sabía que sumando las incomprensiones es que se ama verdaderamente". Y luego añadió: "… porque yo, sólo por haber sentido cariño, pensé que amar es fácil. Es porque no quise el amor solemne, sin comprender que la solemnidad ritualiza la incomprensión y la transforma en ofrenda" (publicado en el "Jornal do Brasil", 19 de septiembre de 1970).
Es que cuando se trasciende hacia el otro, en ese centro de vida compartido, hay ciertas incomprensiones que devienen –aunque sea paradójico- en un entendimiento que enriquece la relación. Aquellas que bien circunscriptas quedan envueltas a modo de obsequio, gracias a un cuidado especial, un contexto adecuado y un impulso de amor para una vida en común. Son las incomprensiones que han transitado un largo camino hasta quedar resguardadas en un único y exacto lugar.
Fuera de él, todo se cae. Indemnes y cuidadas por quien sabe que no accederá nunca dentro de ellas, pueden garantizar el sentido de un amor, tal como lo reflejó el poeta dorreguense Juarroz: "Me doy vuelta hacia tu lado,/ en el lecho o la vida,/ y encuentro que estás hecha de imposible.// Me vuelvo entonces hacia mí/ y hallo la misma cosa.// Es por eso/ que aunque amemos lo posible,/ terminaremos por encerrarlo en una caja,/ para que no estorbe más a este imposible/ sin el cual no podemos seguir juntos".
En una "incomprensión" puede hallarse, entonces, el sendero hacia un sentido mayor al compartir la vida. Lo cual permite vislumbrar, a su vez, que es amplio el espectro de otras ofrendas, en este trascender hacia el otro, que podrían llegar a simbolizar ese amor que nos justifique.