El saludo. La mano extendida y la sonrisa alegre de Francisco dejaron su marca en el autor de estas líneas. Foto: L'Ossevatore Romano
Por Rogelio Alaniz
El saludo. La mano extendida y la sonrisa alegre de Francisco dejaron su marca en el autor de estas líneas. Foto: L'Ossevatore Romano
por Rogelio Alaniz
Lo vi acercarse con la mano extendida para saludarme. La sonrisa alegre y despejada, la sonrisa que ya es universal, y seguramente eterna. Apretó fuerte la mano, saludó con afecto y me miró de frente, como miran los hombres rectos y valientes. Pensé que ese hombre de sotana clara, algo encorvado pero de movimientos ágiles, ese hombre que me saludaba y me decía algunas palabras de circunstancias, era Bergoglio, el cardenal de Buenos Aires, pero también el Papa Francisco. Pensé -en la brevedad del instante- que quien estrechaba mi mano era la autoridad espiritual más importante del planeta y la encarnación de una historia que, más allá de controversias y disputas, representa uno de los hechos más singulares y trascendentes de la humanidad. Pensé que estaba viviendo un momento importante, un momento que millones de católicos quisieran compartir y que yo -pecador y no creyente- vivía con estupor y dicha.
Francisco venía de estar con la gente, de saludar a niños, mujeres, y ancianos. De bendecir a las novias y a los novios parados frente a la basílica: ellas de blanco, ellos de riguroso traje y corbata; venía de bendecir y abrazar -para desesperación de los agentes de seguridad que ya han confesado que no saben qué hacer con este Papa imprevisible, que en la primera de cambio se mezcla con la gente en el mismo lugar donde hace unos treinta años un fanático o un alienado intentó quitarle la vida a Juan Pablo II- a creyentes llegados de todas partes.
A mi lado, estaba un señor con su suegra. A Francisco, no se le ocurrió nada mejor que decirle que venir de tan lejos a ver al Papa con la suegra es lo más parecido a un vía crucis. Después estrechó mi mano, pero sus primeros gestos de afecto fueron para mi madre que no podía hablar por la emoción y las lágrimas.
La experiencia, no con los Papas pero sí en encuentros breves con líderes políticos o religiosos, me ha enseñado que uno no puede pretender en esos instantes ser un sabio, un filósofo o un creador de aforismos o sentencias. El momento tiene su transparencia y es ridículo pretender pasarse de listo con palabras aprendidas de memoria o con preguntas pretendidamente ingeniosas. Al momento, a ese momento inolvidable, hay que disfrutarlo con inocencia y plenitud: el creyente, porque presiente que el Espíritu Santo merodea en el aire; el no creyente, porque percibe el palpitar de la historia y sobre todo, intuye que hay algo que intenta ir más allá de los rigores de la historia.
La mañana es soleada y luminosa. Desde el lugar en el que estoy sentado puedo contemplar los pórticos de la basílica de San Pedro, las estatuas solemnes y graves de los apóstoles. Hacia el oeste, a través de la Via della Conciliazione, casi en el límite del horizonte, el castillo de Sant'Angelo, sólido y venerable. El obelisco, en el centro de la plaza, el obelisco traído desde Medio Oriente por el emperador Calígula, el obelisco que fue testigo de la ejecución de Pedro, porque en este mismo lugar, hace dos mil años, funcionaba un circo romano cuyos asistentes se divertían contemplando la ejecución de los cristianos. A los costados, como abrazando a la plaza, las 284 columnas y las 140 estatuas.
Una multitud de creyentes se acomoda esperando la llegada de Francesco, como le dicen aquí. Llegan de todos lados, con sus banderas, sus cánticos, con la esperanza y la felicidad dibujadas en los rostros, pero también con algo de ansiedad y angustia. Reconozco a checos, polacos, mexicanos, brasileños, chilenos, colombianos, orientales, árabes y, por supuesto, argentinos, muchos argentinos, inconfundibles por su lenguaje y sus expresiones; orgullosos del “Papa de las pampas” y, como no podía ser de otra manera, algunos con su cuota moderada de soberbia, soberbia expresada en consignas burlonas y algo hirientes contra los brasileños, consignas más apropiadas para una cancha de fútbol que para una ceremonia católica y apostólica.
En la explanada de la basílica se levanta una tarima techada. En el centro, un sillón para Francisco; a los costados, pero fuera de la tarima, los cardenales, imponentes y soberbios con sus vestiduras y su porte; a sus espaldas, los sacerdotes encargados de traducir en diferentes idiomas las palabras del Papa; al costado derecho, casi al lado de los tiesos y severos guardias suizos, cuatro o cinco personas esperando el momento en que el Papa se acerque a saludarlos. Entre esas cuatro o cinco personas estoy yo. Mi madre y yo.
Llegamos temprano en taxi. Monseñor Lucio Ruiz, santafesino e hincha de Colón nos espera para llevarnos hasta el lugar de la ceremonia. Mientras vamos en su auto hablamos de Francisco y Ratzinger, de sus semejanzas y diferencias, pero sobre todo de la continuidad de un papado al otro. También hablamos de Santa Fe y Esperanza, la ciudad donde se inició como sacerdote y que recuerda con tanto afecto.
El Vaticano por dentro. El palazzo donde se reúnen los cardenales, la residencia de Santa Marta elegida por el Papa por comodidad, como dice Lucio, porque no es verdad que los anteriores papas vivían hundidos en el lujo. Dos guardias suizos se cuadran para saludarnos; unos señores de frac y moños blancos se acercan y conversan con Lucio.
—Esta ceremonia se repite todos los miércoles desde hace casi cincuenta años -explica- así que quedate tranquilo, que todo va a salir bien... relajate y gozá -concluye con una sonrisa.
—Sus palabras recuerdan más a las de un psicoanalista que a un sacerdote -respondo. Todos nos reímos. Incluso mi madre.
Cánticos de la multitud y un coro cuyos ecos llegan desde algún lugar que no puedo distinguir. El rumor de la multitud crece en el instante en que el Papamóvil se acerca a la plaza. Durante más de una hora Francisco se confunde con la gente. Sube y baja del Papamóvil y no deja un sector de la plaza sin saludar. Después sube hasta la explanada y lo veo pasar caminando a pocos metros. Es el de siempre, el mismo que vemos en las fotos e imágenes, el mismo que alguna vez vi pasar caminando cerca de la catedral de Buenos Aires. El mismo sin lugar a dudas, pero con una sonrisa que es algo más que una sonrisa.
La ceremonia religiosa se extiende, porque cada sacerdote asignado repite las palabras del Papa en su propio idioma. Después algunas palabras suyas. Cito casi de memoria: “La gracia de ser perdonado y de perdonar. Si cada uno de nosotros no siente la necesidad de la misericordia de Dios y no se siente pecador, es mejor que no vaya a misa”. Después insiste levantando apenas la voz: “Nosotros vamos a misa porque somos pecadores y queremos recibir el perdón de Dios. Yo soy pecador y lo confieso, así empieza la misa. La celebración de la eucaristía”.
Leo algunos libros de teología que me recomiendan mis amigos cristianos, pero no soy un entendido en el tema. Sin embargo, presiento que las palabras que acabo de escuchar son importantes. “El que no se sienta pecador mejor que no vaya a misa”. Cortito y al pie, como dicen los uruguayos.
El Padrenuestro cantado y otra vez con la gente. A cada uno una palabra, una sonrisa, un abrazo, una caricia. No hay rigidez ni formalidad en sus gestos. Es de los hombres que creen en lo que dicen y en lo que hacen. Firma autógrafos, recibe regalos y sonríe. A unos los divierte con sus ocurrencias, a otros los consuela. Después se acerca a nosotros. Me presento como periodista de El Litoral. La respuesta es inmediata:
—Dele mis saludos a Gustavo Vittori, fue mi alumno cuando estuve en Santa Fe.
El Papamóvil se acerca adonde estamos conversando. La reunión concluye. Saluda con el brazo en alto. Una mirada algo melancólica y por un momento la sonrisa que se disipa. “Recen por mí, no se olviden de hacerlo”, nos dice. “Recen por mí”, repite antes de subir al Papamóvil.
El rumor de la multitud crece en el instante en que el Papamóvil se acerca a la plaza. Durante más de una hora Francisco se confunde con la gente. Sube y baja del Papamóvil y no deja un sector de la plaza sin saludar.