¿Qué pasa con las parejas cuando los hijos entran en la adolescencia y ya no se tienen hijos que sean niños? ¿Cómo se atraviesa, o cómo puede afrontarse, esa nueva etapa?
Nos escribe Gustavo (54 años, San Rafael): "Hola Luciano, te escribo con mi esposa al lado, con quien seguimos tu columna desde hace tiempo. Tenemos una familia con tres hijos y tus textos nos ayudan para pensar nuestra tarea como padres. Pero te escribimos por nosotros, por algo que nos pasa y que tal vez no es grave, así que no hay problema si preferís tomar otra consulta. Haberte escrito para nosotros es suficiente. La cuestión es que el menor de nuestros hijos entró en la adolescencia y nosotros estamos viviendo una nueva etapa. ¿Podrías decir algo sobre cómo es la vida de la pareja... cuando ya no se tienen hijos que sean niños? Es un tema del que casi no se habla y a nosotros nos costó mucho reencontrarnos. En eso estamos...".
Querido Gustavo, muchísimas gracias por tu mensaje. Decís que no me escribís por un asunto "grave", pero yo diría que es de ¡máxima importancia! Tal vez ocurre que, en nuestra sociedad de urgencias, a veces le quitamos el lugar a lo verdaderamente significativo.
Por otro lado, creo que en cierto punto te diste cuenta de que –para tomar tu expresión– sería "suficiente" que no esperases mi respuesta... para que yo tenga más ganas de dártela. No es un capricho, es que así es como se prepara la llegada de una contribución psicoterapéutica: no tiene que ser una solución, sino un pequeño comentario a la interpretación que ya encontró quien habla. Vos ya tenés una respuesta, me contaste de la dificultad del reencuentro en la pareja cuando los hijos crecieron. Mi tarea solamente será ampliar la certeza vivida que trajiste para los demás lectores.
En primer lugar, diré algo simple: si todo va bien, la llegada de un hijo une a los padres o, mejor dicho, le da a quienes son pareja los nuevos roles de la parentalidad. Y si, como dije, todo va bien, conformarán un "equipo". Es común escucharlo, que las parejas empiezan a hablar de que son un buen equipo, que tienen que serlo, que esa es la manera de acompañar la crianza de los niños. Y es cierto, pero es claro que si una pareja fuera un equipo... la consecuencia no sería otra que la que suele advenir, es decir, la deserotización.
No por nada escribí en tantos libros que la pareja es conflicto. Ojo, no necesariamente pelea, pero sí tensión y apertura a la diferencia. O, según una fórmula que me gusta: en una pareja se trata de ser tres. Uno, otro y el deseo. Ahora bien, cuando ese tercero llega con la presencia de un hijo, ahí sí la pareja cede un poco para que se conforme el equipo. Y es lo más sano que puede hacerse.
Y muchas veces ocurre que después de que ese tercero cumple algunos años, llega otro y, como en el caso de ustedes, después otro. Y cómo cuesta dejar de ser equipo para volver a ser pareja. Porque el equipo, sobre todo, funciona. El equipo, entonces, se mide por la organización, la repartición de tareas y por la complementariedad; tomala vos, damela a mí y la satisfacción de que pasó el día y nos podemos ir a dormir en paz. Porque el equipo va a la cama,… pero a dormir.
¿Cómo hace la pareja para volver a encontrarse? ¿Cómo hacen el padre y la madre para que la cama sea de nuevo el campo fértil desde el cual, en medio de la noche, se ve un cielo estrellado? Y lo que digo vale también para padres que se han separado y vuelven a intentar una pareja, o bien para quienes avanzaron a solas (nunca en soledad) con un deseo de hijo y quieren volver a abrirse a la experiencia del erotismo.
Pienso en dos cuestiones. Por un lado, que los hijos crezcan conduce a dejar de funcionar como equipo. Esto quiere decir que los padres tienen que poder bancarse una mayor tensión entre ellos para recuperar sus roles sexuados. ¿Cómo se comprueba esto? De una manera sencilla: tienen que aprender a no estar de acuerdo en todo y no pretender estarlo. Para un hijo que ya creció es muy aliviante escuchar que sobre ciertos temas, por ejemplo, su padre piensa una cosa y su mamá otra y esto no es motivo de disputa.
Claro que para los padres no es fácil, porque dar este paso nimio implica tolerar la renuncia a la imagen ideal de padres omnipotentes o cuya visión del mundo es criterio de realidad. Si lo que dice papá es solo lo que piensa papá, lo mismo que respecto de mamá, en el mundo se les abre la puerta a las opiniones y, por esta vía, el hijo podrá tener su propia opinión. Ya no será el niño que tiene que ver qué hace ante la mirada unificada de los padres –o de uno de los dos que toma el relevo del otro.
Por otro lado, que los hijos crezcan, que ya no sean niños, confronta con que una parte de la vida ya concluyó. Y cuando esto ocurre entre los 40-50, nos encontramos con que ya no somos jóvenes. Tener hijos pequeños siempre da un aire de juventud, por la vitalidad que nos transmiten. Sin embargo, los hijos que transitan la adolescencia y se preparan para la adultez... nos confrontan con la madurez y darles el lugar generacional que les toca.
Ahí es donde muchos padres se emparejan con los hijos y se vuelven tan adolescentes como ellos, por temor a dar el paso que sigue: terminar de duelar la propia juventud y aceptar que hay cosas que ya no pasarán. Y ahí es donde se mira al lado, como vos estás ahora con tu esposa, Gustavo, y el plan no parece muy tentador: ¿Querés envejecer conmigo? Solo Paul McCartney y John Lennon pudieron hacer canciones con esta invitación, pero cuando tenían menos de 30 años.
Ahora bien, si somos conscientes del desafío que nos toca, si nos animamos a la turbulencia de no ser solamente funcionales, si le pasamos la camiseta a los hijos y dejamos descansar un poco el equipo, para acordarnos de la pareja, envejecer con alguien no tiene por qué ser volverse viejos, porque ahí puede estar un nuevo erotismo a flor de piel, el más amoroso de todos, porque se acompaña de la tarea bien hecha. Y sin duda cuesta, Gustavo. Cuesta muchísimo. Por eso lo mejor es que desde el principio el equipo no saque de la cancha a la pareja y, en lo posible, poder jugar en las dos ligas a la vez.
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