La patria está triste, con una tristeza melancólica que arrastra desde hace décadas y de la que no se puede desprender. Quizás empezó allá lejos, hace más de doscientos años con la Gesta de la Revolución, con el ímpetu de nuestros hombres de Mayo de 1810, y se prolongó indefinidamente cuando los ideales no hallaron el camino para echar raíces.
La patria está triste y llena de nostalgia, cuando evoca los sueños de grandeza que no pudo concretar. ¿Y qué es la patria en estos tiempos revueltos, me pregunto? Y sí, es el sitio donde nacimos y al que siempre se quiere volver. Es el lugar que se supone entrañable porque es lo conocido, lo propio, lo que nos pertenece. Es el lugar de nuestros padres y el que dejaremos a nuestros hijos.
Pero… ¿Esta es la patria que soñaron nuestros hombres de Mayo? ¿Dónde está mi patria? La que perdimos, la que nos usurparon, la que no supimos resguardar ni proteger. ¡Ay patria mía! fueron las últimas palabras de Manuel Belgrano, pocas pero duras, entrañablemente duras, que como un murmullo nunca dejan de pronunciarse frente a las injusticias, los abusos, la incapacidad de los que nos gobiernan.
¿Y qué hacemos hoy por esta patria que nos necesita y reclama con toda aquella fuerza de más de dos siglos guardada en sus entrañas? ¿Somos realmente los hijos que se merece o sólo recordamos que existe en los actos patrios cuando enarbolamos la bandera que decimos nos une e identifica? ¿Dónde están los herederos de aquellos hombres y mujeres atrevidas que se cargaron en los hombros el destino de generaciones?
Poca memoria tenemos, olvidamos nuestras obligaciones, nuestras responsabilidades, los valores que trazaban el camino. ¡Pobre patria mía! Si la resignación y el olvido fueron más fuertes que el deber que nos legaron. La patria está triste, herida, y mirando a su alrededor descubre que ya no están los resueltos hombres y mujeres que la parieron. Y levantando los ojos nos encuentra recuperando, con un sabor amargo, los hechos heroicos de aquel 25 de mayo.
Allí despertó todo lo que se venía planeando desde lejano tiempo, o en todo caso se trató de un impulso de largo aliento, que se concentró en una serie de acontecimientos que tuvieron lugar en lo que duró una semana, en la ciudad de Buenos Aires, capital del Virreinato del Río de la Plata.
La escenografía de esos días y esas noches de conspiraciones, nos remiten al Cabildo, a salones penumbrosos, las recovas, la plaza, las calles oscuras de barro por donde nuestros hombres de aquel mayo lejano iban y venían a caballo o en diligencia. Pero, también hubo otros ámbitos clave en el desarrollo y la consolidación de las ideas libertarias. Espacios que tuvieron que ver con el papel de las mujeres en la emancipación de la patria.
Y allí estaban ellas, anónimas anfitrionas, que en sus propias casas fomentaban la acción independentista, en muchos casos lujosas residencias, que no dudaron en ofrecerlas como lugar de encuentro clandestino para que las estrategias de la revolución pudieran discutirse en horas trasnochadas.
Y la siembra fue generosa a pesar del frío y el invierno que se acercaba: libertad, independencia, justicia, igualdad. Pero no alcanzó con sembrar, había que cuidar y custodiar lo sembrado para cosechar. ¿Alimentamos esas imprescindibles semillas para que crezcan y multipliquen sus frutos? Creo que nos conformamos con la osadía de aquellos patriotas y relegamos la tarea que nos correspondía realizar para dejar de ser colonia y convertirnos en una verdadera nación.
La Semana de Mayo fue el punto inicial de un proceso independentista que llevaría su tiempo y se concretaría años después en 1816. Toda esta primera etapa revolucionaria permitió el nacimiento del país que hoy nos posibilita caminar con libertad, pensar sin adoctrinamientos, gozar de su geografía, preservar costumbres y tradiciones, y por sobre todo amar, sí, amar esta generosa pampa gringa elegida como patria por nuestros ancestros.
Y otra vez, para recordarlo una y mil veces ¿Qué es la patria? Es nuestra lengua castellana enriquecida por voces de distintos colores, la palabra, el espacio sin tiempo que se pretende seguro. La patria es la tierra y el agua. El alimento y la memoria. Es el legado a proteger, a custodiar y ennoblecer. Es identidad y refugio.
El concepto de patria no tiene que ver con la política, sino con los sentimientos. Ella no sabe de colores de piel, de creencias religiosas, de personajes políticos, ni del interior y Buenos Aires. No hay patria sin un mundo de valores compartidos y otro de diferencias consensuadas. No hay patria sin acuerdos, sin negociaciones, sin renunciamientos. La patria se construye en el día a día, como el amor, se la sufre y se la goza.
Aunque nos duela, la injusticia tiene derecho a interpelar el concepto de patria. La pobreza también. Vale preguntarse entonces: ¿Tenemos patria? ¿La patria es el otro? ¿Qué será la patria para los que hoy crecen sin leche, sin techo, sin escuela ni abrigo? ¿Qué bandera abrigará a los excluidos? ¿Qué identidad arropará a los que nunca entraron al mundo del trabajo? ¿Son ellos también parte de lo que consideramos nuestro? La desigualdad también borronea la idea de la patria.
El desprecio por el que piensa diferente sólo suma miedo y desasosiego. Las grietas, los fanatismos y la intolerancia, parten, fragmentan, destruyen, separan. La corrupción y el saqueo, el egoísmo y la desidia, la indiferencia y la impunidad desmiembran y disuelven el sentido de la patria. "Formemos una patria a toda costa y todo lo demás será tolerable", sostenía en su empeño Simón Bolívar.
Para hacer pie en este mundo globalizado sin extraviarnos, es indispensable disponer, hoy más que nunca, de una identidad, y eso, en definitiva, es la patria: la que construimos y soñamos a diario. La que amamos y de la que renegamos con la misma intensidad. Hoy está triste la patria, con esa tristeza melancólica que nos arrasa y no podemos detener.
(*) Profesora en Letras, Universidad Nacional del Litoral.
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