por Rogelio Alaniz [email protected]
Por Rogelio Alaniz
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El 9 de diciembre de 1983 yo estaba en Buenos Aires participando de una reunión de la Asamblea Permanente de los Derechos Humanos. Era viernes y hacía calor. Todos manifestábamos nuestra satisfacción por la decisión de Alfonsín de asumir el 10 de diciembre, día universal de los derechos humanos. Como a las diez de la noche salimos del local de calle Callao en dirección a la Plaza de Mayo. Con Alfredo Bravo tomamos un taxi y yo bajé en la esquina del Cabildo. Estaba solo y tenía pasaje para Santa Fe a las tres de la tarde del otro día. Podría haberme ido a dormir a un hotel, pero decidí quedarme. No sé por qué lo hice, pero a esa edad uno hace muchas cosas que no sabe muy bien por qué las hace.
Como a las tres de la mañana me dio sueño y me acosté a dormir en el pasto. Esas libertades también me estaban permitidas. El clima de fiesta cívica de la jornada permitía esas licencias y muchas otras. Además, a esa edad uno duerme en cualquier lado y se despierta como si hubiera descansado en la suite de un hotel cinco estrellas. También a esa edad uno hace amigos con la misma facilidad con que luego los pierde. Recuerdo a un par de muchachos con los que compartimos algunas latas de cerveza. Nunca más volví a verlos y no sé si ellos me recordarán como yo los recuerdo.
A la madrugada empezó a llegar la gente. Nosotros estábamos desayunando en un bar desde cuyos ventanales se distinguía la mole de la Casa Rosada como perdida en una bruma gris. A media mañana, la multitud estaba eufórica. Cánticos y consignas a favor de la democracia y contra los militares. Había alegría, mucha alegría. Aún me parece escuchar los cánticos de la Juventud Radical y el Partido Intransigente.
Cuando uno se mezcla con la gente sigue los humores de la multitud. Va de un lado al otro y se hace complicado eludir la condición de hombre masa. Recuerdo que en algún momento estábamos cerca de las empalizadas que protegían a la Casa Rosada. Llegaban algunos políticos conocidos. Uno de ellos fue Menem, que entonces mantenía un idilio dorado con los radicales. Todos lo aplaudieron. Él saludó detrás de sus patillas y de su calculada bonhomía de riojano profesional.
En algún momento pasó Alfonsín saludando desde un auto. Era el héroe de la jornada. Apenas alcancé a verlo, pero la ovación de la gente fue ensordecedora. Después el escenario se trasladó de la Casa Rosada al Cabildo. Alfonsín habló desde allí. Lo escuché por los altoparlantes distribuidos en la plaza, pero mentiría si dijera que lo vi. Su voz ya era inconfundible: cálida, enérgica, algo afónica. No recuerdo bien las palabras que dijo entonces pero, por lo que leí después, no eran diferentes de las que había empleado durante la vibrante y tumultuosa campaña electoral que lo contó como distinguido protagonista.
Un hombre de unos cincuenta o sesenta años recuerdo que me dijo: “Trabajo duro, desde la mañana a la noche, pero en estos últimos meses todo se aliviaba, porque yo sabía que cuando llegaba a casa tenía mi fiesta privada. ¿Cómo es eso? Muy sencillo pibe. Me daba una ducha, me ponía el pijama y mientras me tomaba un vaso de vino y esperaba la cena de la patrona, lo miraba a Alfonsín por la televisión y era como si estuviera tocando el cielo con las manos. No me voy a olvidar nunca. Ese hombre decía en voz alta lo mismo que yo pensaba, pero lo decía mucho mejor”.
Extrañas mezcolanzas de las fiestas populares. Unos días después, Jorge Luis Borges dijo algo parecido: “Escribí alguna vez que la democracia es un abuso de la estadística. El 30 de octubre de 1983 la democracia argentina me ha respondido espléndidamente. Espléndida y asombrosamente”. Borges entonces ya era el gran viejo de los argentinos y su adhesión a la democracia era una alegría particular para quienes durante todos esos años lo defendíamos ignorantes, necios y farsantes.
¿Qué pensábamos entonces los que estábamos en la plaza aquel soleado sábado de 1983? No puedo hablar por todos, apenas me alcanza para hacerlo por mí mismo. Estaba contento por la recuperación de la democracia, pero sinceramente no creía que pudiera durar mucho. Razones tenía para pensar en esos términos. Desde hacía décadas, los gobiernos democráticos no concluían sus mandatos. ¿Por qué habría de ser diferente? El razonamiento era simple y eficaz: los militares entregaron el poder por la derrota de Malvinas, pero estaban intactos. Videla, Massera, Menéndez, todos los verdugos estaban en la plenitud de su edad y poder. También estaban intactos nuestros miedos. Los militares en el poder habían matado y torturado a mansalva. Quienes se atrevieran a tocarlos correrían en el futuro la misma suerte. Aprovechemos la fiesta de la democracia porque será breve, pensaba. Con las precauciones del caso, me atrevería a decir que muchos pensábamos lo mismo. ¿Equivocados? Los hechos demostraron que lo estábamos, pero a esa verdad la descubrimos -como se dice en estos casos- con el diario del lunes, porque ese sábado muchos estabamos prisioneros de las categorías con las que habíamos vivido y no con las que nos aprontábamos a vivir.
Después supimos que la democracia conquistada en 1983 representaba el fin de un ciclo político e histórico en América Latina; después supimos que la Guerra Fría ingresaba en su última fase y que en ese contexto el militarismo iniciaba su lenta declinación. Todo eso lo supimos después, y uno de los grandes méritos de Alfonsín fue el de haber sido el primero que creyó en serio que la democracia conquistada en 1983 venía para quedarse por mucho tiempo. Esa certeza de Alfonsín puede calificarse como intuición, clarividencia o lucidez; cualquiera fuese el caso, hacía falta tener un singular coraje civil para afrontar las consecuencias políticas de un desafío inédito.
Digo esto para que se entienda que juzgar a los militares no fue una tarea sencilla, un trámite burocrático más o el protegido y promocionado oficio actual de cazar leones desdentados en el zoológico. Un militar que tal vez se equivocó muchas veces, que tal vez hizo cosas que no le gustó hacer, pero del que nunca nadie puso en duda su honradez, comentó cuando lo escuchó hablar al flamante presidente de los argentinos: “Por primera vez en mi carrera militar oí en Alfonsín la voz de un comandante en jefe”. El militar que así hablaba era el general Alejandro Agustín Lanusse. La frase posee estatura histórica. Desde 1930, los militares integraban por derecho de prepo el sistema político, y las palabras de un general eran más importantes que las del presidente de la Nación. Decir esto hoy parece una fantasía perdida en la noche de los tiempos, pero en su momento no era una fantasía sino una pesadilla. Lanusse, con su atenta sensibilidad militar, percibió que por primera vez en medio siglo el comandante en jefe de las fuerzas armadas era el presidente votado por los argentinos.
Ese sábado de diciembre estábamos viviendo un tiempo fundacional y como suele ocurrir con los grandes procesos históricos, los protagonistas de aquellas jornadas no éramos del todo concientes de sus alcances. La historia, en su despliegue humano, nos iría confirmando que la democracia no era un lujo, un capricho o una pausa en la prolongada saga autoritaria abierta el 6 de septiembre de 1930. Después llegaron otros desafíos y otras incertidumbres, otros miedos y otras esperanzas, pero el 10 de diciembre de 1983 la historia argentina dio vuelta la página y la brillante profecía del Preámbulo de la Constitución, recitado por Alfonsín con la cadencia de una oración laica empezó a hacerse realidad. Lo nuevo no era que la democracia reemplazara a una dictadura, sino que ponía punto final a un régimen vigente desde hacía más de cincuenta años; lo nuevo era que el peronismo del pacto sindical militar, de la amnistía a los militares y el incendio de sarcófagos, había sido derrotado. La otra novedad a registrar era que la democracia dejaba de ser el interregno entre dos experimentos autoritarios. Y el cumpleaños que hoy celebramos así lo confirma.
La novedad era que la democracia dejaba de ser el interregno entre dos experimentos autoritarios. Y el cumpleaños que hoy celebramos así lo confirma.