Doblé por una callecita lateral en Praga, para llegar hasta la puerta del Hotel París. Caminando a la deriva por la ciudad lo ubiqué, una hora más tarde volví sobre el camino recorrido para que la localización de mi teléfono celular, casi minusválido en estos tiempos, le dijese al señor Uber donde estaba, para que me viniese a buscar. Hacía horas que caminaba por la ciudad donde no se entiende el idioma pero los gestos dicen que las cosas van y van… por un camino que se conoce. Tiene seguridades en el porvenir después de intensos pasados esta ciudad. Dan ganas de llevarse ese ejemplo de solidez popular.
Parado en la puerta del hotel miré enfrente. Una casa de muebles viejos, de compraventa, liquidaba cosas. Crucé con cuidado, ser atropellado en Praga, sin idioma ni dinero local no es un buen plan, las contingencias son de dos tipos en los viajes: sorpresa que vale la pena y maldiciones que suceden… por desgracia. Nadie debería atropellarme, de modo que crucé despacio. Había una caja con varias ollas, un tostador eléctrico, un viejo y querido calefón, y dos sartenes por el equivalente de 100 euros.
Eso era en la puerta. Había un sofá con un cartel: 100 euros. Esa parecía la media de las ventas. En la vidriera, un cesto alto contenía bastones y paraguas. Decía 45 euros. Las casas de "compraventa", o la liquidación de un negocio entero (para el caso da lo mismo), se definen por oferta y demanda. Uno de los bastones era precioso, esa forma de cisne en el mango de madera barnizada, parecía de "Taco de Ébano" del verdadero escritor rosarino con la entraña de los cafés: Jorge Riestra.
Ya dentro del negocio, porque es obvio que tenía que entrar, el muchacho que no sabía inglés, algo que nos igualaba, pero yo no sabía checo, algo que nos superaba a los dos, me explicó que podía mirar. Miré aquellos bastones uno por uno. Especialmente sus tacos, para saber si pueden usarse o es necesario acomodar una nueva puntera para que sean útiles. Un vendedor joven, acaso ayudando a su familia, quién sabe si sabe de estas cosas en una compra venta. Allí se quedó parado, mirándome. Callado. No apuraba la venta.
Comprar en una casa de ocasiones lleva a la simulación, si uno quisiese emocionarse y lo hace, porque encuentra algo que le agrada, lo que se quiere comprar sube de precio. El amor hace al más perfecto comprador, dicen los sabios de estas cosas, los trashumantes, los nómades, los que se llevan poco para no sufrir demasiado dejando afectos en el sitio que se abandona. Esos son buenos vendedores. No soy trashumante, no soy un hombre de chau y me voy. Acumulo afectos, camperas, gorras, libros.
Eran cinco bastones, dos paraguas y una pantalla para espantar bichos de noche sentado bajo el alero o en el patio, donde se fuma el último cigarrillo y esos moscardones o mariposones molestan. Una pantalla con mango largo, de película yanqui y espías. Faltaba Graham Greene. Miré los otros bastones. Miré y miré. Había otro, recto, con el mango en cruz. Negro. Uno en madera marrón, con el mango tallado con un dragón. Miré los paraguas pero no los quise abrir. Soy un mirador, no un investigador, en todo caso el uso del verbo mirar me acompaña en el oficio.
Pregunté cuánto salía, ya con el bastón del cisne en la mano. El muchacho hizo una seña como de algo circular, en redondo, circular, y me dijo 45 euros con una seña, mostrándome el papel pegado en el cesto. Eso decía en el canasto, en el cesto. A poco de tira y afloje con el bastón nos entendimos. No me vendía el bastón con el cuello de cisne. Trato imposible. Eran 45 euros y me debía llevar el cesto, los cinco bastones, los dos paraguas, la palmeta de junco para espantar bichos y pagar contado. Sencillo. Raro. Imposible. Un jodido por qué y por qué. Sonrisa. Es así. Salí a la calle sin entender. Quería uno solo. Pero era todo o nada. No podía. No me lo vendía, que no y no.
Si a uno le dan una segunda chance uno hace cosas mejores en muchos casos, pero la vida, ya se sabe, es caminito de ida. Tuve una idea. Cuando llovizna en Praga la ciudad se pone linda, se puede caminar, ese río no separa la ciudad. Hay fantasmas checos de revueltas y libertad, hay una dura constricción a vivir el día por día, pero está la tranquilidad que deslumbra. "Mañana viviremos" dicen los checos… y todo puede, de una buena vez, empezar para el bien. Andan los taxis, andan los tranvías, el subterráneo. Ignoro si los checos están enojados con sus gobernantes. Yo no tendría enojos. Hay agua, luz y gas; también seguridad. Castigos serios a quien delinque. Bah… orden.
En un bar que abre desde las 3 de la tarde y solo hasta las 20, las mesas comunitarias aceptan a quienes llegan y se sientan; al sólo sentarse aparece una cerveza y un papelito pequeño, casi un cartón blanco. El mozo trae una de dos preferencias: goulash o schnitzel y marca en otro lugar del papel otra raya. Por cada cerveza, una raya. No hay postre. Si no se quiere más cerveza, se pone en cartón redondo donde la asientan sobre la boca del jarro (cerveza Pilsen, claro está). Se paga al salir. Se presenta el papelito.
Yo estuve, con la visita que haría esa tarde, tres veces en el pub checo "El Tigre Dorado". Tres visitas. Entrar con un canasto, cinco bastones, dos paraguas y una palmeta caza bichos en el pub era un imposible. Después de todo yo quería un bastón. Además tengo uno comprado en "yankilandia", de un livianísimo y durísimo metal. Era por las ganas de un bastón de repuesto. Una dura y bien entintada madera lustrada. Cómo sentarme, dónde dejarlos, qué pensarían de mí. Pensé en las dificultades. Era por un solo paraguas que hubiese pagado 45 euros. Era raro que me vendiesen todo o nada. Pensé en una posibilidad y sonreí, podría cambiar el destino.
Caminar hasta "El Tigre Dorado" era sencillo con un pensamiento cruzado. Allá estarían mis amigos. Birra Pilsen en esas jarras anchas, tomaría dos, pediría ayuda y llevaríamos todo el paquete de la compraventa al hotel. Servirían -seguro- cuatro de esos cinco bastones. Los dos paraguas tenían buena tela, sería cuestión de revisar los alambres. El espanta bichos no era problema, menos problema representaría un tacho abandonado en un basurero de hormigón, en alguna esquina. Basureros redondos que nadie puede correr de lugar ni robar.
Tomando la segunda cerveza, cerveza que ni se pide, el mozo advierte la jarra vacía, la boca de la vasija descubierta, lejos del posavasos y trae una nueva, fresca, llena. Mesas comunitarias. Cerveza y algo para comer. Eso es todo. Una cosa trae la otra, el goulash era picante, otra cerveza más para apagar el incendio estomacal y la sugerencia fatal. Caminemos hasta el hotel, siesta, cena mansa y mañana lo hacemos. Tengo años de viajero y sé, porque lo sé, es así y no de otro modo, en los viajes hay que comprar lo que gusta en el instante que se lo encuentra, "porque no vivirás para pasar por el mismo lugar".
Ya no estoy en Praga, ni tengo los paraguas. Tengo una deuda con esa ciudad. El barrio viejo es un lugar para vivir, la zona de la plaza central, del reloj astronómico, es una zona para pasear. Están, como en la ciudad donde vivo, "los supermercaditos chinos", están los transportes, es dura la medicina pero eso ya sucede donde habito. Lo que advierto es que tienen un destino y no lo abandonan. No les cuelga el pasado como un presente fallido sino como una memoria a sostener. No es lo mismo. Poner el pasado por delante ciega el camino.
Aquel muchacho que no quiso vender un bastón solo, acaso el mejor que pude tener, no estaba vendiendo un bastón, tenía una orden: liquidar ese cesto por 45 euros. Es parte de un pueblo que tiene órdenes. Mandatos. No quiero pensar en el plural: nosotros. Al día siguiente salí de Praga sabiendo que fallé en la consigna: comprar lo que te gusta cuando pasás, porque no volverás al mismo lugar. También con una pregunta que vuelve y vuelve. ¿Es justo un pueblo que cumple sus consignas?
En Argentina el hijo de un habitante de la compraventa, del canje, del club del trueque… ¿tendrá esa misma disciplina, esa calidad para aceptar el mandato: se vende todo por 45 euros? Si por uno solo vendido por más se quedan los demás sin posibilidades no vale. Son cinco bastones, dos paraguas, una pantalla espanta bichos y un cesto. El mandato es cumplir con lo pactado. Eso me lleva a la promesa: volveré a Praga. Tal vez estén los bastones, los paraguas, la pantalla, tal vez no. La determinación seguro que sí. Esa es de la ciudad que no se vende en trozos. Esa es una ciudad. Destino. Mandato. Pactos. Porvenir.
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