A diferencia de las utopías colectivas del siglo pasado, donde la idea de un mundo mejor implicaba el lazo con los otros como condición de base, se dice que esta es la época del individuo solitario ensimismado en la autorrealización personal. Ya no se trata de cambiar el mundo, sino a uno mismo. Tal como propone Michel Foucault en su lectura de la subjetividad moderna, una vez que se establece una tendencia en el campo social, luego llegan las disciplinas que aportan un saber que legitima dichos objetivos y orienta las conductas.
En su libro "Happycracia" (Paidós, 2023), Edgar Cabanas y Eva Illouz estudian el surgimiento en Norteamérica de la llamada "psicología positiva" o, desde su perspectiva, la expansión de la "industria de la felicidad" (happy, feliz en inglés; sufijo cracia, gobierno, dominio o poder). Si la felicidad es una cuestión de actitud personal, entonces pierde sentido el análisis crítico de las sociedades modernas y la transformación de las condiciones reales de existencia.
En este contexto, la psicología positiva introduce el célebre concepto de resiliencia. Palabras más, palabras menos, es el esfuerzo de adaptarse a los sinsabores de la vida sin protestar demasiado. Por ejemplo, si no estamos conformes con nuestro salario, con un poco de actitud podremos encontrar el lado positivo (aprender técnicas de ahorro doméstico, adoptar una ética austera, practicar el trueque como modo de lazo, etc.).
En un espacio psicoterapéutico un sujeto refiere un malestar muy particular, a tono con los imperativos de la época. Se reprocha que no está progresando lo necesario en su búsqueda de crecimiento personal. Aunque confiesa que no sabe qué debería mejorar de sí mismo -¡hecho paradojal sin duda!-, igualmente siente que desperdicia el valioso tiempo. Como se aprecia, es una exigencia que se proyecta hacia un infinito, sin medida, lejos de un "suficiente" sobre el cual descansar un momento. Siempre se puede estar haciendo algo mejor, lo cual no es distinto a una tiranía mortificante.
El subtítulo del libro "Happycracia" reviste especial interés. Allí se lee: "Cómo la ciencia y la industria de la felicidad controlan nuestras vidas". Más allá del enfoque algo conspirativo, la investigación encuentra su límite en un análisis maniqueísta, es decir, un forzamiento que divide entre buenos y malos. Según la lógica propuesta, si en un giro curioso del destino las teorías agrupadas en el campo de la psicología positiva cayeran en desuso, entonces los sujetos contemporáneos vivirían menos controlados, menos pendientes de las exigencias de superación personal. Nada lo indica, por razones que pueden argumentarse.
En su tiempo, Sigmund Freud propuso un modelo hipotético del aparato psíquico, donde distinguió dos estructuras: el yo y el superyó. El yo remite a la consciencia y la voluntad, el superyó, en cambio, cumple una función más difícil de precisar. Aunque en ocasiones se confunde con la "conciencia moral" -la capacidad de reflexionar sobre lo correcto en las acciones humanas-, su influencia se relaciona más con un exceso crítico que con la mesura. Su orientación es más moralista que moral.
En efecto, el superyó es una instancia de autobservación, pero a través de un ideal imposible de satisfacer. Suele tomar la forma de una voz con la cual un sujeto dialoga en un monólogo interior. Así, si acaso aprobamos un examen con un diez o sobresaliente, el superyó nos recordará que no fue así en el examen anterior, que puede no ser así en el próximo. También, que es nuestro deber o un mínimo esperable, que estamos para eso, entre muchas fórmulas posibles, según en qué esté embrollado cada uno.
Por supuesto, no se trata de una instancia exterior ni una simple asimilación directa de una figura de autoridad de la familia de origen, sino una expresión del propio sujeto y sus enredos. En oposición al entendimiento corriente, Freud explicaba que, en ocasiones, incluso de padres permisivos pueden devenir hijos cuyo superyó sea particularmente severo e hipermoral.
Es en la posición melancólica donde la vociferación superyoica alcanza su máxima expresión y potencia aplastante. El decir melancólico conlleva una profunda denigración de sí mismo, incluso una relación sádica entre el yo y el superyó al interior del psiquismo. No por casualidad Freud se detiene, en "El malestar en la cultura" (1930), en las llamadas "sustancias embriagadoras", las cuales se han incorporado a la vida cotidiana desde tiempos inmemoriales. Estas sustancias incluyen, entre sus efectos más valorados, un rebajamiento temporal de la función crítica del superyó y un descanso de aquel partenaire omnipresente.
Es claro que el exceso de estas exigencias es difícil de advertir, en tanto suelen disfrazarse de nobles ideales. Sin embargo, si acaso procuran demasiado malestar a un sujeto o le imponen una cuota de trabajo sin medida, quizá se abra la posibilidad de tomar la palabra en un espacio psicoterapéutico para interrogarlas en sus fundamentos. Es un trayecto cuyo saldo de saber permite revelar, finalmente, su carácter arbitrario e innecesario.
A la hora de explicar los laberintos de la subjetividad humana, la agudeza clínica de Freud es una clave que permite leer un amplio campo de fenómenos y también cuestionar las relaciones de causa y efecto que el sentido común impone en sus simplificaciones. Desde la perspectiva psicoanalítica, una entre otras, las demandas de superación personal y el imperativo de ser feliz a pesar de todo, no son una consecuencia de las teorías agrupadas en la psicología positiva americana, sino una manifestación de las exigencias superyoicas que habitan en cada cual.
En pocas palabras, la psicología positiva no funciona aquí como causa del problema. En cambio, si dichas teorías prosperan y multiplican su influencia en la época, es porque ofrecen una nueva excusa al exceso crítico que acompaña a los seres hablantes.
(*) Psicoanalista, docente y escritor.
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