Dos Papas. Uno, activo; el otro, emérito, se saludan ante las cámaras. encarnan dos formas distintas de acción, pero los une una misma doctrina. Foto: agencia Télam.
Por Rogelio Alaniz. Me parece importante insistir en la relación de continuidad entre los magisterios de Ratzinger y Bergoglio, continuidad que no excluye fracturas e incluso divergencias en el contexto de una unidad de percepción histórica...
Dos Papas. Uno, activo; el otro, emérito, se saludan ante las cámaras. encarnan dos formas distintas de acción, pero los une una misma doctrina. Foto: agencia Télam.
Rogelio Alaniz
Me parece importante insistir en la relación de continuidad entre los magisterios de Ratzinger y Bergoglio, continuidad que no excluye fracturas e incluso divergencias en el contexto de una unidad de percepción histórica. Es que más allá de las inevitables y previsibles diferencias personales, no se puede desconocer que hay un hilo conductor entre una gestión y la otra, y que la segunda no sería concebible sin el espacio que abrió la primera.
Es más, podría decirse que la renuncia de Ratzinger va más allá del cansancio físico o los rigores de la edad, para poner en evidencia algo que no por obvio merece destacarse: Benedicto XVI renuncia porque su visión estratégica del rol que le corresponde jugar a la Iglesia Católica en el siglo XXI incluye un Papa con el estilo, la personalidad y el carisma de un hombre como Bergoglio, condiciones que Ratzinger admite o percibe que no dispone.
No me atrevería a decir que Ratzinger supiera el nombre de su sucesor, pero es muy probable que conociera su perfil institucional. En definitiva, han sido las coincidencias, la certeza de que se comparte un programa común, lo que le otorga sentido a una renuncia y explica la orientación hacia el futuro.
La conciencia histórica, la certeza de conocer el rumbo del mundo y la orientación de los acontecimientos de mediana y larga duración, constituyen uno de los tesoros de sabiduría de la Iglesia Católica. Por lo menos en el siglo XX esta verdad se impone por su propio peso. Desde León XIII a la actualidad, pasando por Pío XI y Pío XII, Juan XXIII, Pablo VI y Juan Pablo II, la Iglesia ha sabido elegir dirigentes de reconocida solvencia intelectual y espiritual.
Este principio, que en Juan Pablo II se perfeccionó hasta en los detalles, está presente en Francisco, el primer Papa de América y el primer jesuita que ejerce semejantes responsabilidades. Que sea argentino, es algo más que un dato geográfico y una causa de orgullo nacional, en tanto lo que se resignifica es la pertenencia a una región de América donde la Iglesia Católica es mayoritaria y los problemas de la sociedad y la cultura se exteriorizan a través de una singularidad representativa de los dilemas de naciones forjadas históricamente en la periferia.
En términos reales, el Papa que ingresa en el siglo XXI con la plenitud de su talento y carisma deberá afrontar las turbulencias de un siglo cargado de incertidumbres y los consecuentes desafíos políticos que ponen a prueba el rol histórico de la Iglesia Católica. Conozco las advertencias. Sé que no se puede ni se debe evaluar un magisterio religioso con las categorías de la política en el sentido más secular de la palabra. Es verdad. Un Papa ejerce un liderazgo espiritual, su lógica interna se moviliza en una dirección que no es estrictamente la de los políticos que conducen el Estado, pero hechas estas salvedades admitamos que desde su lugar específico, todo Papa interviene en la historia, su magisterio se encarna en ella y esto significa comprometerse con los dilemas de su tiempo.
Si a este compromiso lo queremos llamar testimonio, gracia, carisma, podemos hacerlo, pero para las ciencias sociales la palabra que mejor lo designa se llama “política”. El Papa hace política, todos sus antecesores lo hicieron y en el caso de Francisco su rasgo histórico distintivo es que sostiene en primer lugar la primacía de la política para resolver los dilemas que afligen a la humanidad en estos tiempos.
No hay Iglesia Católica sin pretensiones de universalidad. Si esto es así, está claro que su máxima autoridad debe conocer mejor que nadie cuáles son las señales de su tiempo o, como se dijera en épocas lejanas, hacia dónde marcha el mundo, cuál es su rumbo, cuáles son sus ilusiones y carencias.
En ese orden de cosas, nadie ignora que el rasgo distintivo de esta época es la globalización, una globalización que se amplió con el derrumbe del capitalismo y se aceleró con la emergencia de nuevos actores sociales, entre los que merecen destacarse China, India y Brasil, en un mundo donde la unipolaridad titularizada por los Estados Unidos está dejando lugar a una multipolaridad que crea escenarios más abiertos y democráticos pero, al mismo tiempo, genera nuevos problemas.
La globalización de la que hablamos que es económica, científica y tecnológica- se ha desplegado de la mano de la secularización. Racionalidad instrumental llaman algunos cientistas sociales a esta realidad secularizada y controlada por el dominio de la técnica. Sus consecuencias culturales sociales suelen ser el consumismo, el relativismo moral y el vacío existencial. Dios ha muerto, pero también han muerto las ilusiones, los sentidos históricos, las esperanzas.
En definitiva, el planteo de la Iglesia gira alrededor de este interrogante básico: ¿con qué valores recrear en el mundo globalizado una vida en común? ¿Qué hacer con las sociedades consumistas e individualistas para devolverles a los hombres la esperanza, el sentido último de su existencia? ¿Qué puede aportar la Iglesia a un mundo desencantado, donde el reclamo por una experiencia espiritual que “religue” a los hombres parece ser cada vez más exigente?
El Papa está convencido de que este mundo necesita vivir la experiencia religiosa para escapar del destino al que lo arroja la racionalidad instrumental. Para ello es necesario actualizar el trípode sobre el cual se sustentó el magisterio de Juan Pablo II. La paz, porque un mundo en guerra corre el riego de desaparecer; el ecumenismo, es decir el diálogo con otras religiones; y la crítica a la pobreza, porque no hay familia humana, vida en común y esperanza trascendente en un mundo donde millones de personas mueren de hambre o son despojadas de los atributos que los define como seres humanos.
Conclusión: el Papa Francisco conoce muy bien cuál es su hoja de ruta y cuáles son las posibilidades y opciones reales que la Iglesia Católica dispone para estar presente en las borrascas e inclemencias del siglo XXI. Paz, ecumenismo, pobreza, dan cuenta de una estrategia que reclama de la intervención de la política en el sentido más noble del término. Si esto es así, queda claro que la política debe ser concebida como el arte de articular la unidad y forjar acuerdos con jefes de Estado y líderes religiosos; pero también acuerdos entre todos para combatir a la pobreza y poner límites a la dictadura secular del mercado.
De la globalización se pueden decir muchas cosas, menos desconocerla. A esta verdad, Ratzinger y Bergoglio la conocen muy bien y actúan en consecuencia. La racionalidad instrumental está inscripta en la realidad de las cosas, pero de lo que se trata es de contrapuntearla con una racionalidad trascendente que aparte a los hombres del círculo trágico y doloroso de la resignación, el conformismo y el desencanto.
El esfuerzo de la Iglesia por escudriñar en la historia se despliega en una estrategia que se propone poner límites a la racionalidad instrumental. El enemigo a derrotar no es el iluminismo sino su fantasma, ese espectro descarnado que seguramente alguna vez presintieron o percibieron Adorno y Horkheimer, percepción que los llevó a escribir que “el iluminismo ha perseguido siempre el objetivo de evitar el miedo a los hombres y de convertirlos en amos. Pero la Tierra enteramente iluminada resplandece bajo el signo de una triunfal desventura”. A ese paisaje yermo, a esa desventura imponente, la Iglesia Católica propone una respuesta que se podrá o no compartir, pero que participará por derecho propio en el debate abierto acerca del destino de la humanidad en el siglo que se inicia.
El planteo de la Iglesia gira alrededor de este interrogante básico: ¿con qué valores recrear en el mundo globalizado una vida en común?