Hasta que un día…, llegó a nuestras vidas el Padre Elpidio.
Hasta que un día…, llegó a nuestras vidas el Padre Elpidio.
Ni yo, ni Juana (ni nadie) recordamos bien el momento, tampoco el día; con esfuerzo, el mes en que llegó. Se metió en cada uno y ya; como cuando llega la felicidad o la tristeza. De un saque. Y desde entonces, pasó a formar parte del nosotros. Hasta hoy, y para siempre.
En el antiguo barsucho de la esquina del cementerio, el padre Elpidio contó que venía de Villa Canales, una ciudad perdida de Centroamérica que, al buscarla en el mapa, nos enteramos que estaba en Guatemala.
Pero su acento era indiscutiblemente andaluz, aunque él nunca le dio mayor importancia. Incluso trataba de que no se note.
Cuando lo conocimos, hacía ya varias semanas, según nos contara, que estaba en la ciudad. Paraba en una pensión de mala muerte en calle Mendoza.
Había visitado varias iglesias, la costanera y algunas familias de las barriadas de la zona oeste. Barrios pobres de casas enclenques, zanjas rebalsadas de agua estancada y calles poceadas. Incluso, cierta vez, nos contó que a menudo comía y hasta pernoctaba en los ranchos de los más humildes.
Pero el padre Elpidio no había llegado a Santa Fe para hacer caridad, tampoco para conocer la marginalidad de la gente; venía de un lugar misérrimo. Llegó buscando algo en particular.
Buscaba un reencuentro.
Preguntaba sobre un tal José Gaitán.
Cuando llegó al Cementerio Municipal y nos conocimos, de pura casualidad, ya había averiguado que José Gaitán había muerto hace tiempo, más de 40 años. Meses antes de que él naciera.
Vino al cementerio interesado por conocer su tumba.
En ese tiempo los registros de la administración se hacían a mano, en pesados libros no tan rigurosamente foliados. Como el padre dijo no conocer la fecha de su muerte, ni tampoco la ubicación del sepulcro, la tarea nos llevó varios días.
Por fin lo hallamos.
JOSÉ MARÍA FEDERICO GAITÁN, había fallecido trágicamente a la edad de veinticinco años, en febrero de 1951. Su cuerpo se encontraba en un nicho de pared en el sector noroeste.
Una particularidad, tenía muchas placas alusivas. Amigos, padres, primos y hermanos; también la comunidad de la iglesia evangélica se había encargado de llenar de recuerdos su lápida común, de cemento.
Juana y yo caminamos con él aquel día. Siempre lo recordaremos, nunca nada igual. El padre Elpidio estaba tan nervioso que tartamudeaba, y traspiraba a mares. Parecía ir a un casamiento o a un velorio, pero jamás a identificar a quien, imaginamos que sería su padre, su abuelo o algún familiar lejano o, acaso, el pariente de un amigo.
Obviamente no era directo allegado, lo que podría haber justificado ese nerviosismo.
Raro, muy raro. Él era un tipo raro.
Nosotros relacionamos su rareza con el hecho de que venía de un país lejano, y que además era sacerdote. Pero ese día nos comenzamos a dar cuenta de que era otra cosa. Él era un hombre extraño.
Frente a la tumba del joven Gaitán, en la segunda hilera de la pared, se arrodilló y oró en silencio. Oró un largo rato y lo hizo apoyando su mano izquierda en una foto envejecida del difunto que ilustraba la lápida.
¡El difunto! Un joven morochito sonriente, con el pelo lacio, peinado a la gomina y con una corbata ancha colgando del cuello arrugado de una camisa clara. Por sobre la corbata, un amuleto singular. Era una cruz plateada con un ojal prominente en la parte superior, y a cada lado, dos alas, como las de un ángel.
Luego de un largo rato, el Padre Elpidio se puso de pie, se acercó a nosotros que permanecíamos sentados en un banco alejado y nos dijo con la voz cascada:
- Amigos, necesito quedarme a pasar la noche aquí.
-Imposible padre. Respondí categórico. El cementerio cierra a las 19, y cuando suene la campana todos tenemos que estar afuera.
Si bien caminó con nosotros en silencio hasta el portón de ingreso, donde nos despedimos, tanto Juana como yo coincidimos en que el Padre Elpidio no era de los que aceptaban un “no” por respuesta.
La semana siguiente, al leer el diario, confirmamos nuestra sospecha.
La policía había sorprendido a un sacerdote español, profanador de tumbas, en el preciso momento de saltar la tapia norte del Cementerio Municipal de Santa Fe.
Según la nota, se había constatado que el supuesto sacerdote había ingresado al cementerio en horas de la noche y había abierto una tumba humilde de un tal Señor Gaitán.
Las autoridades se encontraban intentando hacer contacto con los familiares del difunto, pero por ser de las tumbas antiguas no se contaba con expectativas, pese a los esfuerzos del juzgado interviniente.
Yo, le confieso, quería dar por concluido el episodio, pero vio usted como son las mujeres. Juana me convenció para ir a la comisaría donde, según las noticias, estaba detenido.
Llegamos tarde. Alguien había pagado la fianza y lo habían liberado hacía algunas horas.
Fuimos a buscarlo a la pensión de calle Mendoza, pero nada. El padre Elpidio Castañeda había saldado su cuenta, cargado su maleta y se había marchado de Santa Fe en el micro que salía a la siesta, directo a Buenos Aires.
Caminamos de regreso por San Martín plácidamente, seguros de que nunca más volveríamos a saber de él. Pero nos equivocábamos.
El martes 15 de septiembre del año 1995, a casi cuatro años de su partida, llegó a nuestra casa una carta desde Guatemala, del Padre Elpidio, donde nos agradecía el acompañamiento y nos pedía un último favor.
Continuará…
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