“Venerar los restos mortales de lo que fue una persona amada es equivalente a adorar su ropa usada, olvidada en un cajón del ropero. Lo mismo que llevarle flores los domingos o levantar un mausoleo en su nombre, habla más del deseo de impedir el avance impiadoso del olvido (fragilidad humana) que de resaltar su marca en nuestras vidas”.
“Como sea, la huella del ser verdaderamente añorado será llevada en cada corazón (o en cada alma) hasta el último de nuestros días, e incluso luego y no necesariamente dependiendo de la siempre quebradiza memoria”.
“Sé bien que hay quienes necesitan sacudir, de tanto en tanto, el árbol de la melancolía; quizás una foto, una frase, o en estos tiempos tecnológicos, una película, o acaso el registro de su voz sea, a tal efecto, mucho más importante y un movilizador implacable de la añoranza”.
“Pero esto lo pienso ahora, más de medio siglo después de aquel episodio. En aquel momento, yo muy niña, y mi familia huyendo como delincuentes de la ciudad de Santa Fe, llegamos a convencernos que lo hecho por mi padre y mis hermanos era de tal gravedad que nos condenaría para siempre al infierno”.
De esta manera comienza el libro que, alguna vez hace tiempo, escribió María del Carmen Castilla, la hija menor de Don Antonio Eloy Castilla, el encargado de trasladar los restos humanos de los antiguos cementerios de Santa Fe al nuevo Cementerio Municipal, allá por el año 1906.
Le cuento la historia y le advierto que no estoy del todo seguro de su veracidad. Pero bien podría ser, de eso sí estoy convencido. Me largó aquella tarde de lluvia mi guía de entre los muertos, don Salvador Galíndez.
Antonio Eloy Castilla y sus tres hijos mayores poseían una empresita de movimiento de tierras. Cuando el municipio convocó a los interesados en trasladar los restos humanos desde los antiguos enterratorios al nuevo Cementerio Municipal, él se anotó. Al fin y al cabo, sería más o menos lo mismo que venían haciendo.
Varios grupos y varios particulares también se postularon. La paga era buena, pero los trabajadores fueron el problema.
En realidad, las creencias de los obreros y de sus familias fueron el verdadero problema. Trasladar cadáveres no era un trabajo más, era visto por muchos como meterse en terreno sacrílego.
Don Antonio Eloy Castilla no creía en maldiciones ni en mensajes del más allá, su esposa sí.
Cortejo fúnebre en 1900- Venado Tuerto Santa Fe. Foto: Pueblo Regional publicación
Los Castilla tenían una ventaja en relación a los otros interesados, su fuerza de trabajo era familiar. Familia tradicional; todos acataban lo que el padre decidía, y el padre había decidido seguir adelante, él no creía en las maldiciones ni en mensajes del más allá.
Fueros ellos los únicos que terminaron aceptando el encargo. Desenterrar los restos de los tres cementerios y de los campos santos de alguna de las iglesias antiguas, trasladarlos al Municipal y descargarlos en los nuevos sepulcros.
La faena venía complicada desde el arranque; complicaciones que fueron advertidas en forma tardía.
Un plazo perentorio, seis meses para desenterrar, transportar y de nuevo depositar a los muertos, era un tiempo extremadamente corto, teniendo en cuenta que se calculaban más de ochocientas tumbas.
Nadie, ni los políticos, ni los Castilla imaginaron que de todas las propuestas solo una iba a terminar siendo aceptada.
Nadie, ni los políticos, ni los Castilla advirtieron que en el transcurso de esos meses eran frecuentes y abundantes las lluvias en Santa Fe.
Tampoco nadie tuvo en cuenta que cada familia pretendería, con lógica razón cristiana, que el cometido se realice en presencia de los allegados y del sacerdote designado, que no siempre estaba disponible.
Lo cierto es que llegó diciembre y el singular trabajo estaba muy demorado.
Se había sí concluido con el traslado de los difuntos de familias tradicionales. Es que se dio prioridad a los muertos con destino a panteones y mausoleos, ubicados naturalmente en las calles principales del cementerio. El resto, obviamente mucho más numeroso, nunca podría hacerse en tiempo y forma establecido en el contrato.
Don Antonio decidió “dejar de lado la rigurosidad en las excavaciones” y abusar del hecho de que las familias humildes no eran tan implacables a la hora de presenciar el desentierro. Llenó algunos de los féretros, no todos, con tierra, piedra y ramas.
Fue a partir de entonces que su conciencia y, más que nada, la insistencia de su esposa que sí creía en maldiciones y mensajes del más allá, quienes exigieron confesión de su pecado ante el Padre José de la iglesia de San Francisco.
El anciano Padre José, que en medio siglo de sacerdocio seguramente nunca había escuchado pecado semejante, omitió por primera vez el secreto de confesión y comentó aquí y allá el gran engaño.
¿Sacrilegio o acaso pecado mortal?
Luego, historia conocida, se revisaron muchas tumbas y la artimaña quedó en evidencia.
Los políticos, como siempre, se lavaron las manos, y no solo don Antonio Eloy Castilla fue amenazado, sino toda su familia recibió notas intimidatorias para que, de alguna manera se repare su gran estafa.
Luego de algunos días de zozobra, comprendieron que nunca más conseguirían trabajo en Santa Fe.
La primera semana del año 1907 la familia Castilla juntó sus bártulos y se trasladó definitivamente a la ciudad de Tucumán, donde había ido a parar uno de sus hermanos cuando llegó de Andalucía.
Hasta que su hija menor publicó aquel libro, y le estoy hablando de los años 60, nunca más nadie escuchó hablar de ellos.
Y quienes no leyeron aquel libro, se están enterando hoy.
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